El Tiempo que nos queda
crónica actual del pasado
Eliseo Bayo
Estrictamente prohibido
Reportajes censurados y otros retratos de la España negra
Prólogo del autor
Algunas claves para la lectura del pasado
Algunos reportajes que se publican en este libro no pudieron ver la luz en el momento en que se escribieron. Fueron
prohibidos por la censura oficial de la época, que entonces se llamaba algo que sonaba más o menos así : “oficina de
presentación de escritos para consulta previa”. Otros cayeron víctimas de la censura interna que se veían obligados a
practicar los directores de las publicaciones en las que colaboraba. Los demás sufrieron distintas violencias previas a
su nacimiento: ninguno de ellos vino al mundo como se merecía, en paz y en libertad. Todos están tarados “ex ovo”:
también el autor lo estuvo y, víctima de un síndrome irreparable, lo está. Cada uno es víctima de sus circunstancias y
de las de los otros. ¿ Qué más se puede pedir? ¿No es poco mérito haber sobrevivido?
Los lectores jóvenes de hoy, y también los no tan jóvenes, es decir, los que nacieron hace treinta o treinta y cinco años, se sorprenderán al descubrir en qué invirtieron su celo los censores. Es más que probable que desconozcan que durante casi cuarenta años hubo censura de prensa en la España de sus padres y de sus abuelos. Van buscando dinosaurios en las enciclopedias y no se dan cuenta de que los tienen más a mano.
Yo fui uno de aquellos autores censurados y también prohibidos. No es que escribiéramos grandes temas que pusieran en peligro la estabilidad y la continuidad del Régimen: esta tarea quedaba reservada para los exiliados que, fuera del alcance del Dictador, podían escribir cuanto se les viniera en ganas. Nosotros, los que nacimos con el franquismo y nos rebelamos contra él, pretendíamos lo mismo que aquéllos, y a veces más, pero debíamos hacerlo burlando la vigilancia del Sistema. Además, ni siquiera era necesario rebelarse contra el franquismo para ser víctima de la censura: podía serlo cualquiera, incluidos los autores que se hallaban a gusto con la situación. Y no hacía falta que el tema elegido fuera de primera magnitud. Don Luis Marsillach, el padre de Adolfo, fue llamado a presencia del gobernador de Barcelona y obligado a comerse el artículo que acababa de publicar en la Soli, “Solidaridad Nacional”,el periódico que dirigía. No es una figura retórica: “comerse es exactamente eso: comer, masticar, deglutir, tragarse un buen trozo de papel. Se trataba de una crónica urbana que él había titulado “Las casitas de papel”, sirviéndose de una letra de moda, en alusión a la calidad de unas viviendas sociales, las del “Congreso” que se habían construido en Barcelona de prisa y corriendo, con materiales de pésima calidad, para cubrir el expediente. Para nosotros, entonces estudiantes de periodismo, don Luis, que era un falangista de cara avinagrada, nos parecía un héroe que había sufrido la peor de las humillaciones que puede padecer un periodista. Por cierto que el castigo de comerse un papel no era raro en aquellos años. Asistí a una tragicómica conversación entre dos presos en el penal de Burgos, el uno comunista y el otro anarquista. Se quejaba éste de que durante los interrogatorios a que fue sometido por los policías de la Brigada Político Social se vio obligado a tragarse una foto de Durruti recortada de un periódico. “Era un viejo ejemplar de la Soli que había sido utilizado para envolver algo grasiento y estaba rancio”, se lamentaba el anarquista. El comunista replicó: “Tuviste suerte, porque yo tuve que comerme una foto de Lenin y era de las antiguas, de cartón”. Creo que el comunista era el poeta Marcos Ana, que entró en la cárcel siendo casi niño y salió encorvado por casi veinticinco años de cautiverio. Otros presos tuvieron que comerse de prisa y corriendo, literalmente, es decir perseguidos por los carceleros, los papeles clandestinos para evitar que cayeran en manos de los guardianes.
Fue una época en que a todos se nos indigestó al pie de la letra el papel escrito.
El joven buscador de dinosaurios se preguntará qué escribíamos. En el primer Consejo de Guerra que padecí en mi vida ( hubo varios), cuando tenía veintitrés años, se presentaron como prueba contra los procesados los escritos íntimos de uno de nosotros. Era su Diario y en él anotaba sus dudas religiosas, sus inquietudes filosóficas y sus pensamientos más íntimos. Aquellos escritos sirvieron para aumentar la condena de todos. Es decir, cualquier papel que cayera en las manos de los censores de la época, y de la policía política, podía servir para procesar a alguien. No hacía falta que se tratara de grandes conspiraciones.
Al principio yo me batí en el periodismo como otros lo hicieron en el cine, en el teatro, en la novela y en la poesía, sin olvidar que otros recurrieron al humor y al género satírico para ridiculizar al Régimen.
Había un gran tema general, una atmósfera de principio que lo invadía todo: la reivindicación de los humillados y ofendidos, la historia de la pobre gente que había sido desposeída de su historia y de su esperanza. No eran anécdotas. Las familias de campesinos que encontré haciendo el camino a pie desde Almería a Barcelona, con los abuelos y los niños, no reflejaban sólo un drama personal y familiar. No eran sólo unos pobres aparceros a la búsqueda de un lugar en cualquier suburbio de Barcelona. Eran, sobre todo, campesinos derrotados que habían perdido la Reforma Agraria. No eran sólo pobres. Eran antiguos combatientes de una libertad imposible, miembros de un ejército derrotado, que escondían su verdadera personalidad. No huían sólo del hambre, escapaban de la persecución política. Había algo más detrás del tema aparentemente anodino. Era todo una inmensa y dramática alegoría. Cuando yo hablaba con un pastor transhumante en la Siberia Extremeña y describía su vida, estaba hablando en realidad no sólo de él, sino de todos los pobres de España, y no sólo simbolizaba a todos sino que por encima de ellos estaba aludiendo al “paraíso perdido”, la democracia destruida, la República imposible. Esta es la razón de que fuéramos tan transcendentales y tan graves. La censura nos persiguió no porque habláramos de pobres y de humillados sino porque dábamos a entender que el Régimen los había empobrecido y humillado. Al menos, aquel Régimen tenía la grandeza de avergonzarse de los pobres que creaba. El actual, ni siquiera ésto.
Tengo el raro privilegio de ser quizás el único escritor de la postguerra al que la censura de prensa y de publicaciones, que dependía de un ministro de Información llamado Manuel Fraga Iribarne, además de privar a su libro del número de Registro Legal ordenó retirarlo y destruirlo por la guillotina. El libro se titulaba “El Miedo, la Levadura y los Muertos” y lo había publicado la editorial Nova Terra en 1968. Había aparecido legalmente, tras acogerse los editores - dos cristianos progresistas, José María Verdura y Alfonso Carlos Comín- al trámite de Silencio Administrativo que el propio censor, un oscuro A. Barbadillo, había aconsejado tras desistir de emprender acciones penales contra el autor. El informe del Censor decía escuetamente: “Libro tendencioso, negativo, que encierra una dura crítica a nuestras Instituciones en multitud de facetas. Clarísima infracción del artículo 2º de la vigente Ley de Prensa e Imprenta. Aunque linda con los preceptos analógicos del artículo 165 bis b) del Código Penal, a mi criterio no se perfila como figura delictiva. En consecuencia, y desde un plano estrictamente jurídico, procede la Aceptación del Depósito, directamente, o bien a través del Silencio Administrativo, tal como aconseja el Lector 36 en su preceptivo informe”.
No sabemos quién era ese “lector 36”, pero su cifra sirve al menos para saber que había otros 35, si no más, ocupados en los mismos oscuros menesteres. Siempre me he preguntado qué habrá sido de aquellos anónimos lectores al servicio de la censura, en qué asuntos andarán ahora metidos, si se reconocerán a sí mismos y qué pensarán de aquellos que fuimos sus víctimas. Cómo, seguramente, seguirán odiándonos a escondidas, predicando maldades, desprestigiándonos o quizá agazapados detrás de empleos honorables, convertidos además en críticos literarios. Nunca se han atrevido a reconocerse públicamente. Nunca se han reivindicado. Y sería bueno que los conociéramos y que dieran la cara.
Se lo que le ocurrió al libro. Un grupo de la Brigada de Investigación Político Social recibió la orden de proceder a la retirada de cuantos ejemplares del libro se hallasen a la venta en las librerías. Una vez conseguidos fueron llevados a un almacén donde una guillotina de cortar papel los partió por la mitad. El autor, que entonces tenía veintiocho años y acababa de salir del Penal de Burgos donde había pasado los últimos casi cuatro en cautiverio, se las arregló para conservar el prólogo de aquel libro que, por otras razones distintas, se convertiría en una amarga profecía.
No hay acceso a otras claves que permiten la entrada franca al conocimiento de los textos que ahora se publican, sin una referencia al autor, y como nadie puede darla de forma más directa y substancial que yo, diré algunas cosas que pueden ser útiles al lector.
Soy propietario de una memoria especializada en registrar el padecimiento de los otros. Con toda seguridad, de no haber sido así, tocado por una extraña manía de conmoverme por la suerte de los demás, mi forma de escribir habría elegido otros registros distintos. Seguramente ni siquiera habría sido escritor. La tendencia irresistible a compartir el sufrimiento de las víctimas ha adquirido en mí una peculiaridad ruinosa: me lleva a ser justo hasta las últimas consecuencias. Tan pronto como un verdugo se convierte en víctima me obliga a ponerme de su lado. Es lo que me impide tener amistades duraderas en un mundo donde la gente elige de una vez para siempre a sus amigos y a sus enemigos. No es que yo sea tan voluble que encuentre satisfacción en sentarme a comer con los enemigos de ayer. No. A los enemigos de ayer y a los de hoy les dejo que sigan su camino, sin importarme las vicisitudes que tengan, sean buenas o malas. Lo que ocurre es que he estado tan cerca de los condenados, los he visto tan desnudos en lo que quedaba de su antigua maldad, que no inspiraban ya sino lástima. Y lo que sucede, sobre todo, es que he conocido a muchos supuestos verdugos que habían sido víctimas de errores judiciales y de pesquisas infames. Es decir, yo no pretendo ser sólo justo, sino además caritativo. La verdad debe ir acompañada de ambas cualidades. Por sí sola, la verdad no sirve para nada.
A la segunda condición pertenece la mayoría de mis escritos en el franquismo: en las cárceles, en la clandestinidad y en la lucha contra la censura. Gran parte de lo que no se publicó se perdió para siempre. El resto apareció fundamentalmente en la revista Destino, de Barcelona, entre los años de 1966 y 1972, en Gaceta Ilustrada y en Sábado Gráfico (1973-74). En la primera condición, la de pretender ser justo, se encuadran los grandes reportajes de investigación sobre la corrupción industrial, económica y política publicados fundamentalmente en Interviu ( 1977-82) de los que no aparece ninguna muestra en este libro porque aún sorteando otro tipo de censuras y de intereses no participan del espíritu que anima a los de la segunda y, además, se salen del espacio y del tiempo de la censura.
En las condiciones en que fueron escritos los reportajes que se publican aquí, ser justo significaba ponerse del lado de los que sufrían persecución a manos de los distintos rostros del Régimen. Como eran pobres y humillados respetar su verdad conducía a compadecerse de su situación y puesto que el autor pretendía cambiar las condiciones sociales que hacían posible aquellos escenarios, orientaba su habilidad narrativa a conmover a los lectores. Naturalmente el autor no pretendía hacer caridad al estilo de los que dan una moneda y salen corriendo, sino encontrar argumentos morales para el cambio del Régimen. Tardaría muchos años en comprobar que aunque el Régimen había causado muchos pobres y mucho sufrimiento, ni los había inventado ni desaparecieron con él. Es más, en aquel tiempo tuvimos oportunidad de hablar de los pobres y de las humillaciones, cosa que ahora, aún habiendo tantos o más que entonces, no se estila.
No se recogen aquí todos los temas que la censura prohibió en la época. Algunos de ellos no se publicarán jamás porque al desaparecer la urgencia por la que fueron escritos, no servirían para reparar una injusticia antigua, sino para producir otra nueva. Si el derecho a la información es un valor absoluto, no lo es el deber del periodista a informar. Ni está obligado a publicar todo lo que sabe, ni creo que deba hacerlo. He aquí un ejemplo de lo que no se publicó entonces: dos muchachos fueron acusados falsamente de haber matado a un tercero; ni las más degradantes torturas a las que fueron sometidos consiguieron hacerles confesar el crimen que no cometieron. Varias veces fueron llevados al cementerio por la noche para sufrir simulacros de fusilamiento. Al cabo del tiempo apareció el verdadero autor del crimen y los dos muchachos fueron puestos en libertad. En la época, cuando conocí los hechos, no conseguí publicarlos y los autores de las palizas y de los ejercicios nocturnos de fogueo contra los aterrorizados muchachos no recibieron el castigo que merecían. Curiosamente la vida se encargó de imponerles la justicia que aunque tarde no fue a destiempo: cada uno de ellos corrió una suerte lamentable. En lo que de mí depende, sus hijos no han de cargar con la desgracia añadida que ellos no merecen y sin duda la divulgación de los nombres de sus padres los llenaría de oprobio. El hecho de compadecerme de las víctimas me llevó en otras ocasiones más a arruinar un montón de argumentos. Creo que la literatura no es una coartada perfecta. Mucho menos que ella, el periodismo. Un buen final, un buen reportaje, no deben ser consecuencia de arruinar la vida a alguien. Creo que el ejemplo me conviene para notar la diferencia entre el reportaje novelado, que es el que practiqué en aquella época, y el relato de ficción basado en hechos reales. El reportaje novelado no altera la realidad, encubre tan sólo y no siempre la identidad de los protagonistas, y es rigurosamente fiel a los hechos. Por el contrario, el relato de ficción basado en hechos reales se permite modificarlos y aún disimularlos para elevarlos a una categoría distinta, ejemplar. Yo escribí en aquel tiempo un reportaje novelado sobre el caso de los muchachos torturados y sobre sus verdugos que de haber sido publicado, habría podido servir para aliviar la suerte de los muchachos y para castigar a los culpables. Treinta años después, ni siquiera las víctimas estarían de acuerdo en que se volviera a hablar de los hechos, porque ni siquiera ellos quieren remover el pasado. La paz merece sacrificios como éstos, y es sabido que se sacrifica siempre el más generoso y el más inteligente. De no ser así, estaríamos siempre en una perpetua guerra civil. Probablemente el tema será abordado por una obra de ficción desligada de referencias inmediatas a los hechos y a la verdadera identidad de los protagonistas.
Cuando escribí reportajes novelados no pretendí arruinar la vida de nadie, sino sólo denunciar al Régimen que amparaba historias como aquellas. Yo tenía que luchar con la censura y proteger en muchos casos la identidad de mis informantes. Debo aclarar de nuevo que éstos no hablaban del Régimen, sino de su propia vida, de las condiciones de su trabajo, de las dificultades que encontraban para salir adelante, pero los censores no permitían que nadie esbozara la mínima crítica sobre el “Estado de justicia y de paz” construido con la victoria militar. No era fácil encontrar a alguien dispuesto a contar su vida.
Los censores vigilaban el fondo y también la forma. No estamos hablando de la prehistoria, sino de unos cuantos lustros. A los jóvenes de hoy que utilizan un estilo empobrecido por el uso casi exclusivo de frases coloquiales y de palabras groseras, les será difícil entender que en aquel tiempo estaba prohibido trasladar el lenguaje de la calle a los escenarios y a los libros. Ahora se hace por dar mayor verosimilitud a las situaciones. Sería prácticamente imposible narrar el mundo de los marginados - drogadictos, “ocupas”, delincuentes, tribus urbanas, que representan un porcentaje muy elevado de la población actual - sin plasmar fielmente el lenguaje que utilizan. La literatura, como espejo de la vida, debe reflejar lo que hay a los lados del camino. La censura franquista fue una vuelta atrás, un regreso a los tiempos en que la Inquisición vigiló no sólo los grandes temas, sino el uso de las palabras. Desde siempre el pueblo “ha hablado mal”, ha utilizado palabras “groseras y malsonantes”, porque así es su forma de existir. Así es su forma cotidiana de rebeldía. Nadie puede rebelarse diciendo “mecachis”, ni “cáspita” que eran los máximo exabruptos permitidos entonces. El éxito de los autores que llevaron el lenguaje popular a los libros y a los tablados se debió a que el pueblo los premió por sentirse fielmente interpretados. Los grandes clásicos lo son principalmente por haber utilizado un “lenguaje nuevo”. Al prohibir el uso de palabras y expresiones “groseras y malsonantes”, la censura no pretendía sólo mantener limpio el idioma sino, fundamentalmente, que no se extendiera la tentación de exteriorizar, con tacos y con blasfemias, lo que la gente pensaba del mundo en que vivía. El franquismo, como la Inquisición, prohibía las situaciones y no las causas que las hacían posible. Prohibía la mendicidad y la blasfemia, no las causas que las provocaban. Hubo censores que vetaron el uso de la palabra “leche” en una novela - creo que era de Paco Candel -, con lo que se daba la pintoresca situación de una madre enviando a su hijo a comprar una botella de “vino”, substituyendo la palabra “leche”, para desayunar antes de ir a la escuela. Se verá en seguida que en mis reportajes la mayoría de los protagonistas hablan un lenguaje forzado: es producto de la censura. Procuré ser fiel al lenguaje habitual de la gente y se respetan algunos modismos, pero se advierte en seguida que los párrafos no son transcripción fiel de lo recogido en el magnetófono.
En cuanto al fondo, los censores vigilaban para que no asomaran las orejas los críticos del Régimen. Al pie de la letra, carecíamos de voz y de voto. La censura se había establecido en tiempos de guerra y continuó en tiempos de paz. Sirvió, entre otras razones, para que no se hablara de la depuración que empezó con aquella y continuó hasta que no hubo nada que depurar. No pudieron ejercer su profesión los maestros y los periodistas con antecedentes republicanos. Conocí al director de un prestigioso colegio privado de Barcelona que usó identidad falsa durante casi treinta años. Hubo de recuperar la verdadera para preparar la jubilación y cuando habían prescrito las responsabilidades por su incorporación al ejército republicano. Un vecino de mi pueblo, que se salvó del fusilamiento y del posterior tiro de gracia, vivió escondido en el desván de su casa durante más de quince años. Ni su esposa ni sus hijos sabían de su existencia y sólo su anciana madre le llevaba con disimulo la comida una vez al día. Conocíamos muchas historias que no se podían contar. Y sabíamos que estaban en peligro nuestros informantes.
Esta es la primera razón para entender por qué la mayoría de las veces se cambiaron los nombres reales de los protagonistas de mis historias. Aquella gente estaba jugándose la vida. No me refiero sólo a los luchadores clandestinos. Los pastores del Pirineo y los transhumantes de Extremadura escondían historias terribles sobre las que no se podía ser muy explícito. Lo verán en seguida. Les dábamos nuestro apoyo contando historias tristes. Ya ven que los viejos sentimentales hemos sido jóvenes sentimentales.
Si rastreo hasta llegar a la primera situación en que me conmovió el sufrimiento de los otros encuentro algunos sucedidos que forman parte del ser y del padecer de nuestra historia. Recuerdo los gritos de dolor y de terror que proferían, en las madrugadas, algunos apaleados en un callejón cerca de la vía del tren, en frente de mi casa. Llevaban allí a los sospechosos políticos y a los estraperlistas. Como no había suficiente espacio en los calabozos del ayuntamiento o, quizá, para evitar que la gente los oyera, los guardias empujaban al detenido a las afueras del pueblo para darle una somanta memorable. No ocurría todas las noches. Incluso es posible que sólo sucediera en raras ocasiones, pero fue suficiente para que no haya podido olvidarlo. ¿Qué quieren? ¿Soy injusto porque aquel primer encuentro con la violencia me marcara para toda la vida? Al menos, hubo una segunda ocasión. Iba yo por la calle del Rosario, a la altura de la tienda de periódicos que hoy atiende la María y en aquel tiempo lo hacían sus padres y sus hermanas, y delante de mí, por el centro de la calle, andaban dos guardias escoltando a un detenido que llevaba las manos esposadas a la espalda. Yo tenía siete u ocho años y aún tenían que pasar trece para que comprobara en mis carnes la experiencia de ser conducido en cuerda de presos. A aquél lo habían traído en el tren correo que paraba en todas las estaciones desde Barcelona, y en la de mi pueblo lo entregaron a los guardias para que lo depositaran en la cárcel provisional. No sé qué pasó entre ellos, pero uno de los guardias, el que andaba a la derecha del preso, se lanzó a atizarle mamporros. Es decir, empezó a golpearle con la porra en la espalda y en la cabeza junto a la oreja. Aquello me impresionó fuertemente y comprobé algo que en adelante me sería muy familiar: se me nublaba la vista “por dentro”, subía un émbolo de sangre por mi interior desde el esófago hasta ese lugar que algunos llaman el tercer ojo y otros lo conocen porque es allí donde mejor se desarrolla la sinusitis. Es la señal para protestar, al precio que sea. En aquel tiempo de mi niñez yo protestaba como otros se echan al agua o se tiran de un tercer piso, cerrando los ojos. Lo hice. Le afeé al guardia su conducta con algo parecido a esto: “ya podrá usted, con un hombre maniatado. Suéltelo y atrévase a pegarle”. El guardia me miró fugazmente y no pudo evitar lanzar su porra contra mis posaderas. Fue la primera vez que probé lo que se siente cuando a uno lo golpean con una porra de cuero cuyo interior está repleto de perdigones de plomo. Debo decir que no salí corriendo calle abajo o calle arriba, sino que, alejado del grupo tres o cuatro metros por el dolor que me produjo el golpe, los seguí hasta su destino. Era éste un viejo caserón de piedra que albergaba, en lo poco que quedaba del antiguo castillo donde dicen que se celebró el Compromiso de Caspe, los juzgados de primera instancia de la comarca. Los calabozos tenían un ventanuco zurzido con hierros de forja del grueso de la muñeca de un adulto y a él se asomaban los presos para gritar sus mensajes a los críos que acudíamos a verlos desde lo que se llama el barranco de la Porteta. Los críos no teníamos la culpa de que aquello ocurriera, pero el caso es que si mi vida fue como fue en adelante se debe en parte a haber visto escenas como aquellas. Los niños no entendíamos por qué había tanta gente mayor, tantos hombres, con barbas de varios días, en las cárceles. Escuchábamos, a hurtadillas, que el padre de un compañerito, aquel que tenía una mirada especialmente triste, estaba aún en el campo de concentración. Los niños de entonces supimos lo que era un campo de concentración sin haberlo visto nunca. Tocábamos el alambre espino de las cercas y decíamos: es como el de los campos de concentración. Dentro había hombres cuyos hijos estaban en los pueblos con la cabeza rapada, viviendo de la caridad.
Más o menos por las mismas fechas en que el guardia me marcó las posaderas con el zurriagazo ocurrió algo de mayor intensidad. Me hallaba comiendo un plátano con chocolate en la puerta de mi casa, lo que ciertamente era un privilegio de niño mimado, cuando los soldados que se hallaban en la vecina fábrica de aceite convertida en cuartel empezaron a excitarse con gran ajetreo. Pronto supe la causa. Acababa de llegar un camión desvencijado, lleno de barro y de algo que más tarde supe que así es el color de la sangre cuando ya no está dentro del cuerpo humano, cargado con los cadáveres de unos maquis que la noche anterior habían sido acribillados a balazos al cruzar el Ebro. No sé cuántos murieron en realidad, y no debo fiarme del dato que entonces parece que se dio por cierto. Tampoco recuerdo ahora lo que me dijo mucho después el único superviviente de la matanza. Herido, con un balazo en la pierna, logró huir y llegar a Barcelona donde sería detenido dos meses después y condenado a muerte. Habría de pasar un montón de años - cinco, de mi infancia, siete u ocho en el Seminario, tres en la Escuela Oficial de Periodismo, dos en el servicio militar - hasta que una tarde, paseando yo por el patio del Penal de Burgos con varios veteranos a los que se había conmutado la pena de muerte por la de prisión perpetua, uno de ellos, al preguntarme el nombre de mi pueblo y decírselo yo, exclamó: “menudo recuerdo tengo de ese lugar. Allí mataron a todos mis compañeros y yo me salvé por los pelos”. En aquella tarde fría de invierno, paseando con los veteranos que me habían enseñado a resistir el maldito clima de Burgos, en un penal donde no conocíamos el color del fuego, aprendí por primera vez a medir el tiempo en su inmensa relatividad. El superviviente había pasado diecisiete años de su vida dando vueltas a aquel patio del penal, un patio de cemento que registró su mayor novedad cuando una gaviota se dejó caer malamente en él y convivió unos meses con los presos. Mientras mi vida agotaba su infancia y mocedad, año tras año, el superviviente del río y de la pena de muerte consumió su juventud y llegó casi a la vejez. Les aseguro que no se puede ver ciertas vidas y quedarse como si no hubiera pasado nada.
Al menos yo no pude quedarme impasible, ni inmóvil. Quizá mi vida de conspirador y de activista contra el Régimen de Franco no habría sido posible si las circunstancias no me hubieran empujado a ella. No es el momento de contar mi vida, pero sí he de decir que yo no elegí ser enviado al Penal de Burgos pero una vez allí, hice lo que tenía que hacer: ponerme del lado de los perseguidos. Yo tenía veintidós años y una larga condena por delante, completamente injusta y también ilegal por razones que no vienen al caso ahora. “Ni modo”, como dicen en México, de quedarme al margen de lo que ocurría en el Penal. He de decir, además, que no servía de nada quedarse al margen: llevaba, sí, a la locura, porque no se podía estar todo el día pensando que se había sido víctima de una injusticia. Los hechos eran tercos. Se estaba en la cárcel y punto. Pedí ingresar en el Partido Comunista el mismo día que fusilaron a Julián Grimau y en seguida, con otro periodista con el que habría de vivir los mejores años de amistad y de combate, Antonio Giménez Pericás, pasé a formar el equipo de “agit-pro” del penal. Ambos hicimos el periodismo más audaz y excitante que se puede hacer en la vida. Creo que fue un verdadero privilegio haber participado de aquello, de la tremenda aventura de estar al lado de un par de centenares de condenados a muerte que llevaban veinte años dando vueltas a un patio de cemento. Por contar la vida de aquellos seres excepcionales nos jugamos la nuestra. Fuimos corresponsales en el corazón del horno a donde el Régimen había arrojado a millares de derrotados.
Nos emocionamos con ellos, lloramos con ellos, intentamos sacarlos de allí y contribuimos a que el mundo conociera su existencia. Escribimos un periódico diario para los presos políticos que se leía por grupos clandestinamente. Todo era clandestino. La recogida de las informaciones empezaba por la adquisición del “Ya” y del “ABC” en el “mercado negro” de un carcelero que nos lo vendía a precios de incunable. Jamás supo el director del ABC que los presos políticos del penal de Burgos pagaban una fortuna por su ejemplar de todas formas censurado. Otros compañeros del aparato de seguridad, como Gervasio Puertas y Tranquilino Sánchez, escuchaban por la noche las emisoras extranjeras para captar noticias que luego nos las entregaban para redactarlas. Durante tres años Antonio y yo tuvimos dos programas de radio en La Pirenaica que se emitían desde Rumanía dos veces a la semana: “Antena de Burgos” y “Los secuestrados de Burgos”. Denunciábamos en el primero la represión en el penal y exigíamos el reconocimiento de nuestra calidad de presos políticos. Para el segundo programa escribí no menos de ciento ochenta biografías completas de otros tantos condenados a muerte que me contaron las historias más alucinantes que alguien puede escuchar alguna vez. Fueron guiones de radio que se emitieron para exigir la puesta en libertad de antiguos guerrilleros y combatientes presos desde hacía casi veinte años. Con parte de ese material escribí una novela titulada “Amanecer en el patio de las cuatro acacias” que por conductos clandestinos se envió a la dirección del partido comunista en París. Nunca supe que fue de ella ni he podido recuperar aquellos centenares de reportajes que hoy serían sumamente valiosos para reconstruir una parte de la historia reciente de este país. El único que podría dar noticia de ese material es Santiago Carrillo, pero nunca ha querido explicar qué se hizo de aquellos archivos. Deseo que no hayan sido destruidos y espero que si alguna vez aparecen centenares de cuartillas de papel cebolla escritas en miniatura, en líneas apretadas y rectas, con bolígrafo generalmente de tinta azul y también negra, contando historias de horror, se sepa que fueron escritas en el Penal de Burgos entre los años de 1962 y finales de 1965 por un periodista a quien el director del penal Esteban Chavala Piedrahita y su sucesor Leoncio Hernando García vigilaron noche y día con el objetivo fracasado de descubrir el momento en que se escondía para hacerlo.
Sabemos que somos fruto de las circunstancias, pero algunos vamos detrás de las ajenas para hacerlas propias. Nadie, que recuerde, elige el momento y el lugar para nacer. Los niños de la postguerra vinimos al mundo en las circunstancias menos apetecibles. Para empezar estaba dividido en dos mitades contrarias e irreconciliables: vencedores y vencidos. Yo no pertenecía al de los vencedores porque mi padre no había hecho la guerra - era demasiado mayor, pero tampoco habría tomado las armas aunque hubiera sido más joven -, y porque la familia de mi madre pertenecía al completo al bando de los perdedores. Mi padre era profundamente religioso y me enseñó algo que me obligó a deslizarme de un golpe al otro lado: compartir el sufrimiento de los otros, alzarse contra la injusticia. Curiosamente su ejemplo religioso es lo que contribuyó a alejarnos de la religión tal como la entendían los de derechas, los suyos. Se habían apropiado de la religión. Decían que Dios hablaba sólo por boca de ellos. No es que todos los de derechas fueran así. En realidad, la mayoría era como mi padre: gente buena y simple, que no quiso hacer nunca mal a nadie, pero en seguida fueron suplantados por los intransigentes de siempre. He de reconocer que aquellos intransigentes estuvieron enfrentados a otros intransigentes.
Los de izquierdas lo fueron en sumo grado en los lugares en que gobernaron y habrían seguido siendo intransigentes si hubieran ganado la guerra, pero los vencedores no supieron ser generosos con la victoria. Muchos años después de todo aquello, pienso que ni siquiera eran tantos los que se hacían pasar por vencedores. Mi padre sufrió mucho en silencio por estas cosas, era un ser sumamente modesto. Pertenecía a varias cofradías y a la tercera orden franciscana. Hacía vela ante el Sagrario y era secretario de las Conferencias de San Vicente de Paúl. En nuestra casa se guardaban los alimentos que mi madre preparaba en raciones para repartir a los pobres. A mi padre no le gustaba que la iglesia estuviera llena sólo de gente de derechas, pero los de izquierdas no querían entrar porque creían que no tenían sitio allí. En cierta manera, los de izquierdas se dejaron despojar de la religión, de Dios, que les pertenecían tanto como a los otros. Fue, es, un auténtico Malentendido histórico y en él estamos. Mi hermano dejó de asistir a los actos de la iglesia no sólo porque no pudo sufrir una injusticia que se hizo con él, sino porque se trató además de algo mezquino. No era una chiquillada. Mi hermano se consideraba acreedor, y realmente lo era, a ser el portaestandarte de los benjamines de la Acción Católica. Se veía por la calle mayor abriendo la procesión y marcando el paso con el banderín bien colocado, pero unos días antes de la festividad la secretaria le dijo que el honor no sería para él. Quizá si hubiera sido para otro, mi hermano no habría reaccionado como lo hizo, pero el elegido en su lugar fue un mamoncete cursi cuyo único mérito, además de ser un soplagaitas, consistía en ser hijo de un cacique del pueblo. Han pasado más de cincuenta años y mi hermano es el único que recuerda aquél episodio. El mamoncete, que ya no lo es y que además es amigo mío, ni siquiera sabe, y yo no se lo he contado, que él está en el origen de una decisión que ha marcado la vida de mi hermano.
Durante los primeros años de mi infancia y de mi juventud pertenecí al bando de los vencedores. Es decir, los vencedores no nos acosaron. Si íbamos a misa, lo hacíamos a gusto. Durante mucho tiempo pensé que “lo más normal del mundo” era ir a Misa todos los domingos, confesarse y comulgar, pertenecer a la Acción Católica y hacer ejercicios espirituales. Durante mucho tiempo ignoré que había mucha gente que iba a misa a la fuerza. No sabía entonces que era obligatorio acudir a los oficios. Yo creía que cuando los muchachos del pueblo nos presentábamos en los jardines de la iglesia un cuarto de hora antes de que empezara la misa, para formarnos en columnas de dos o de cuatro, era porque lo “normal” y lo bonito pasaba por entrar en formación en la iglesia. La verdad es que pronto no me encontré a gusto con aquello y recuerdo cómo me hirió escuchar dos discursos intransigentes que pretendían excitar a la gente. Más que discurso, el primero fue un sermón. Lo pronunció desde el púlpito un fraile que había venido a predicar “las Misiones” y a mí, que aún no había cumplido los diez años, me llamó la atención que los frailes vinieran a mi pueblo como iban al Africa, a “misionar” a los paganos, y que se pusieran a lanzar amenazas contra los que no podían escucharles. En aquel tiempo yo quería ser sacerdote, pero escuchando a los frailes me dije que yo jamás subiría a un púlpito para vociferar contra los que no acudían a la iglesia. Pensaba que los que acudían a la iglesia debían dar ejemplo de caridad, de buenos tratos, de amistad y de buena vecindad con los que no entraban en el templo.
El segundo discurso fue en realidad una filípica incendiaria pronunciada por un jerarca con motivo de la censura que la ONU recién formada había pronunciado contra el régimen del general Franco. Aquel jerarca, a grito pelado desde la tribuna del cine donde se celebró el acto “de adhesión al Caudillo”, nos conminó a aplastar, literalmente, “con palos, con estacas, a pedradas”, a los que se atrevieran a hablar mal de España. Yo era muy niño entonces y muy patriota, pero no entendí que no se permitiera a un español hablar mal de España. Mi patriotismo me llevaba a derramar la sangre por mi tierra, y me habría sentido el más feliz del mundo si hubiera llegado la ocasión, pero, de verdad, no podía entender ni consentir que el destinatario de las piedras y de los palos pudiera ser un vecino mío.
Poco a poco me fui desapegando del mundo de los vencedores. Empecé a experimentar un agradable regusto al saludar a los marginados. Sentí un placer especial en saludar al “comunista oficial” del pueblo, el viejo Cotarrán que gustaba de escandalizar a todos con sus blasfemias tan insolentes como desprovistas de mala intención. Me hice amigo de los gitanos. Saludé a un guardia de la estación que había tenido el coraje de hacerse protestante y se me ocurrió abrir las puertas de la Acción Católica a un montón de muchachos hijos de rojos y de marginados. Ciertamente, en honor a la verdad, nunca tuvo tantos miembros la Acción Católica en mi pueblo como entonces.
Mi hermano se fue a Barcelona a abrirse camino en la vida. Parece que hablamos de otra galaxia si recordamos que en aquellos primeros años de los cincuenta estaba prohibido entrar en Barcelona por ferrocarril llevando una maleta. La policía armada vigilaba en los andenes de las estaciones de Sans, del Paseo de Gracia y de Francia la llegada de los trenes interprovinciales, sobre todo lo que procedían del Sur. Se tardaba entonces más de un día en llegar desde Andalucía a Cataluña, en vagones de madera arrastrados por máquinas de vapor. En aquellos tiempos “el Régimen” no permitía las migraciones internas por impedir que se vaciaran los latifundios que todavía necesitaban mucha mano de obra. Eran los años de la autarquía.
Pero había muchas razones, además de las económicas, para huir de los campos y la policía cazaba en las estaciones a los recién llegados. Les cortaban el pelo, los alojaban en Misiones, una especie de campamentos habilitados en Montjuich, y cuando el número de detenidos era suficiente para llenar un tren los enviaban de regreso al Sur. Con el desarrollo industrial de los sesenta la situación cambió por completo. Se estimuló la llegada de inmigrantes. “Allá abajo”, en los campos del Sur, como describiría más tarde en mis reportajes, se soñaba con emigrar a Cataluña. Millares de familias emprendieron el éxodo, muchas de ellas a pie, otras en carros, con los abuelos y los niños. De todo esto escribí mucho en aquellos años y podrán leerlo a continuación.
Del brazo de mi hermano, conocí Barcelona unas vacaciones. Yo era seminarista en Alcorisa. Mi hermano había desarrollado una gran pasión por la lectura y por el cine. De Lafuente Estefanía pasó a los clásicos y luego se recluyó en la lectura. Quiso hacer muchas cosas en la vida, pero al fin decidió ser solamente él. Lo dejó todo, incluida la posibilidad de labrarse un buen porvenir económico en la ciudad, y regresó al pueblo. Ha sido libre toda su vida, viviendo del trabajo de sus manos sin engañar a nadie. Hablo de él, en clave, en algunos reportajes. En la pensión donde se alojaba mi hermano conocí a los trabajadores. En una carta que le escribí desde el Seminario alerté a mi hermano sobre los peligros que yo veía en la gran ciudad: temía que se hiciera anarquista y que atracara bancos. La historia registra este tipo de bromas.
Quise ser periodista, y también espía, desde la más temprana infancia. Todavía algunos chicos de mi pueblo, que hoy son abuelos, recuerdan cómo la nuestra era la única banda de críos que se servía de mensajes crípticos para comunicarse: lo hacíamos utilizando los signos del sánscrito que yo había sacado de un diccionario. Escribíamos el mensaje en un trozo de papel y lo dejábamos en el lugar que sólo conocíamos nosotros. Es decir, me habitué a escribir en clave desde los primeros años de la infancia. Seguí haciéndolo en el Seminario para burlar la censura de la correspondencia y para escribir algunos “ensayos” que revisaban el pensamiento oficial. Curiosamente así entendí entonces el verdadero sentido de la palabra “essais”, ensayos. Eran sucesivos intentos de comprobar que se podía construir otro edificio distinto del que habitábamos. “Intenté” explicarme el mundo de otra manera y vi que los “ensayos” requerían distintas claves. Había escritores y filósofos prohibidos. Existía, además del Indice de libros prohibidos, otro donde se relacionaban las “lecturas buenas y malas”. Pronto comprobé que también mi pensamiento era prohibido. Lo descubrí al leer y releer, noche tras noche, los dos libros de Unamuno “excomulgados” sobre “el sentimiento trágico de la vida” y la “agonía del cristianismo”. Se apoderó de mí una pasión desmesurada, casi fatídica, por la lectura y con ella entraron en mi casa, en mi castillo interior, las habitantes del mundo prohibido. En seguida quise pasar a la acción y dejé el Seminario tras una serie de aventuras que no conviene ahora relatar.
Ingresé en la Escuela Oficial de Periodismo de Barcelona y me las arreglé para empezar a publicar en seguida. Aún estaba en el primer curso cuando apareció, precisamente en la Soli, una serie de reportajes sobre la pesca, ilustrados con fotografías de Pepe Sánchez y Paco Bedmar. Fueron mis primeros trabajos impresos y creo que también los primeros reportajes “con contenido crítico y críptico” publicados en la España franquista. Pasé luego a ejercer el periodismo de calle y escuché todas las recomendaciones de los redactores jefes para no “salirme de la raya”. Nos alimentábamos con toda suerte de anécdotas sobre la censura y los censores, aquellos seres de visera y manguitos que generalmente olían a Baron Dandy y eran nocturnos. Cada noche leían las galeradas de los periódicos alzando ligeramente una ceja mientras describían círculos en el aire con la punta de un lápiz rojo. Me llamaba la atención que no perdonaran siquiera las esquelas y es que según decían, sin que conste que fuera cierto, algún guasón se había permitido publicar la esquela de alguien llamado como el mismísimo general Franco.
La censura no se hizo solamente para los “rojos” sino para todo el mundo, lo que quiere decir que no fueron víctimas solamente ellos, sino toda la población. Los que nos dedicamos a escribir en aquel largo periodo con el propósito de “modificar la realidad”, lo hicimos de una manera demasiado solemne, pero hubo otros que se refugiaron en la sátira y en el humor más inteligente, a riesgo de ver retirada la edición. “Bombín es a bombón como cojín es a equis, y a mí me importan dos equis que me cierren la edición”, se pudo leer un día en la celebérrima “La Codorniz”, la revista más audaz para el lector más inteligente.
Las jóvenes generaciones de hoy, que “casi” no saben que hubo una guerra civil que duró tres años y un general victorioso que gobernó durante casi cuarenta, ignoran que a lo largo de todo ese periodo no hubo libertad de prensa. Queda tan lejano aquel Régimen y el cambio ha sido tan aparatoso que las nuevas generaciones difícilmente pueden reconstruir en la imaginación lo que fue, lo que ocurrió y cómo desapareció. Con él se fueron no sólo un par de generaciones, sino una forma de vida, una sociedad bien definida, un conjunto completo y complejo de ideas, relaciones, modos de entender la historia, maneras de ganarse la vida, sistemas de creencias, temores y dichas, sueños y mentiras.
El régimen que resultó victorioso en la guerra civil de 1936-39 limitó las libertades civiles a su mínima expresión. El odio al vencido político rompió la barrera del respeto a los derechos fundamentales de éste. Durante al menos diez o doce años inmediatos a la terminación de la guerra, actuó impunemente un todopoderoso, omnipresente “GAL”, patrocinado abiertamente por las autoridades, con fondos del Estado y con miembros procedentes de las fuerzas de seguridad, que sembraron el terror en comarcas enteras de la geografía española. Funcionaron tribunales de excepción, como el encargado de reprimir específicamente “la Masonería y el Comunismo”, que se llevó por delante no sólo a miles de comunistas y de masones, sino a ciudadanos víctimas de denuncias injustas. Hubo centenares y millares de desaparecidos, de ajusticiados en el monte, de asesinados en las comisarías y en los cuarteles de la Guardia Civil.
Y además el poder se mofó de los derechos inalienables de los perdedores. Se les dio aceite de ricino y nada menos que un ministro de Franco, convertido hoy en un fervoroso demócrata, justificó que la guardia civil hubiera rapado a algunas mujeres esposas de mineros en huelga. Se cerraron las bibliotecas para los autores considerados indeseables y las fronteras, para los periódicos y las revistas desafectos al Régimen. Se obligó a los perdedores que no lo estaban a casarse por la iglesia, declarando nulos los matrimonios civiles celebrados en tiempo de la República; a asistir a misa, a acudir a las Misiones, a cumplir con los mandamientos de la Iglesia. Hubo un registro católico, además del Indice de Libros Prohibidos, para sancionar las “lecturas buenas y malas”. Algunos obispos dictaban los reglamentos del uso de piscinas, y alguno de ellos prohibió que hombres y mujeres se bañaran , no sólo juntos a la misma hora, sino en la misma agua. Los censores eclesiásticos visionaban antes las películas y decían qué escenas había que cortar. Se sancionó qué era lo bueno y lo malo, qué lo de buen gusto y lo de mal gusto, qué era urbano y qué zafio. Gentes groseras e inclementes, enriquecidas con el estraperlo y con el tráfico de influencias de la época, se convertían en paradigma de la ética y de la estética.
Liquidó la democracia parlamentaria basada en la existencia de los partidos políticos. Ilegalizó a todos aquellos que se opusieron a la insurrección franquista y a los que no quedaron incursos en el decreto de Unificación de los grandes partidos beligerantes al lado de Franco: la Falange, Las Juntas Ofensivas y los Tradicionalistas del Requeté. Suprimió los derechos políticos de libertad de afiliación a partidos, de sindicación, de manifestación y de huelga. Impuso la censura previa a todas las formas públicas de manifestación escrita y oral. El Ministerio de Información, del que dependían las oficinas regionales y locales de Censura, reguló todos los asuntos referentes a la constitución y a la práctica de los medios de comunicación . Todos los manuscritos destinados a la publicación debían ser presentados a la oficina de la censura donde un equipo de censores depuraba el libro, tachaba lo que les parecía improcedente y al final autorizaban o no la publicación del original. Lo mismo ocurría con los periódicos. Las pruebas de imprenta de cada una de las páginas de los diarios, incluidas las dedicadas a los anuncios comerciales, a los anuncios por palabras, a las necrológicas y a la cartera de espectáculos, debían ser llevadas a la oficina de los censores para su aprobación o censura total o parcial.
¿Cuáles eran los temas sometidos a censura? Prácticamente todos, pues en cada uno de ellos podía esconderse la intención de la disidencia política. No podía ser sometida a discusión, ni a crítica, la organización económica, política y social del Régimen; no se podía emitir juicios negativos sobre ella, ni sobre sus gestores.
Durante casi cuarenta años la censura impidió la publicación de noticias, comentarios y reportajes, informaciones, películas, documentales, dramas, pinturas, etc. que se refirieran fundamentalmente a los siguientes grandes temas:
1 Sobre la Guerra Civil, sus motivos y sus consecuencias
1.1 Motivos reales del Alzamiento Nacional y, en todo caso, la visión de los vencidos.
1.2 Acciones de represalia en las zonas conquistadas. Fusilamientos masivos. Sacas indiscriminadas y “desaparecidos” no en combate, sino en las cárceles.
1.3 Acuerdos con potencias extranjeras. Participación de las fuerzas alemanas e italianas en la guerra. Compensaciones y pagos.
1.4 Bombardeos sobre la población civil. Bombardeos de Madrid y de Barcelona. Bombardeo de Gernika.
1.5 Particularidades internas del partido de los vencedores. El nombramiento de Franco como jefe del gobierno y del Estado. Las grandes disidencias falangistas. Encarcelamiento de Hedilla.
1.6 La fidelidad de la Guardia Civil a la República. Fusilamiento de Guardias Civiles
1.7 La “otra iglesia”. Los curas nacionalistas. Los republicanos católicos. Los curas vascos fusilados por las tropas de Franco
2 Sobre la represión
2.1 La toma de las ciudades. Juicios sumarísimos. Sacas.
2.2 Detención, juicio y condena de disidentes políticos. Ejecuciones de políticos notables, como Carrasco Formiguera y Company
2.3 El exilio de una parte importante de la población. El exilio de intelectuales y profesionales. Los campos de concentración en Francia. Los españoles prisioneros en los campos nazis.
2.4 Las condiciones de vida en los campos de concentración repartidos por la geografía española.
2.5 El control político de los “rojos”. La creación de ficheros. La depuración de los puestos de trabajo. La expulsión de innumerables profesionales de sus lugares de actividad.
2.6 La selectividad para los nuevos puestos
2.7 Los tribunales de excepción. La existencia de tribunales de excepción y de consejos de guerra hasta diciembre de 1962. La triste historia de los grandes “inquisidores” militares como el célebre coronel Eymar, y sus ayudantes Balbás Planelles y Manuel Fernández Martin. La historia de este último, que fingió ser licenciado en derecho para ocupar el cargo de ponente en los consejos de guerra, lo que hizo nulos de pleno derecho centenares de consejos de guerra con resultado de muerte, por cumplimiento de algunas sentencias, entre otras las de Julián Grimau
y las de Granados y Delgado.
2.8 La creación y funcionamiento del “GAL” de la época, formado por partidas de la guardia civil y de “arrepentidos” para cazar y liquidar en el monte a los guerrilleros. Algunas de estas partidas ni siquiera fueron recompensadas por su infame acción y a muchos de los que tomaron parte en ellas los conocí después en el Penal de Burgos, presos por partida doble: del gobierno y de sus remordimientos.
2.9 El funcionamiento de los dos Tribunales de Orden Público que llegaron a confeccionar algunos millares de sumarios.
2.9 La frecuente promulgación de “estados de excepción” que servían para confinar a determinados dirigentes de la oposición clandestina.
2.10 La represión, a veces con resultado de muerte, de huelgas y manifestaciones.
3 Sobre la censura en todas las formas de expresión
3.1 Obligatoriedad de presentar a la previa censura todos los escritos destinados a ser publicados, radiado o televisados. Censura previa a todos los espectáculos, incluyendo los textos, las canciones, el vestuario y los gestos de los actores. Censura previa y mutilación de las
películas nacionales y extranjeras.
3.2 Prohibición de criticar el sistema de censura.
3.3 Presencia de un delegado gubernativo en todos los actos públicos, conferencias y ruedas de prensa.
3.4 Prohibición de publicar noticias sobre manifestaciones, reuniones y huelgas ilegales, así como de la detención de los participantes en
ellas en el caso de que los hubiera.
3.5 Censura estricta sobre las sentencias judiciales y la labor de los jueces
4 Sobre la moral y las buenas costumbres
4.1 Prohibición de hacer apología del divorcio, de las separaciones matrimoniales y de los matrimonios mixtos. Prohibición de criticar a los tribunales eclesiásticos.
4.2 Prohibición de mencionar el aborto y de dar noticia de las mujeres encarceladas por haberlo practicado.
4.3 Prohibición de criticar lo que se entendía por “buenas costumbres” y obligación social de respetarlas.
4.4 Mantenimiento de la censura moral de los espectáculos de acuerdo con las normas de la Iglesia Católica. Identificación de la moral laica con la moral religiosa católica, de forma que la noción de pecado pasaba del ámbito privado al público.
4.5 Establecimiento de una jerarquía social en función de la vigilancia fundamentalista religiosa, de suerte que la cadena de mando social y política era acompañada de la cadena jerárquica católica, con injerencia de cada una en el terreno de la otra. Así, el alcalde podía reprimir
conductas morales que afectaban al código moral religioso (besarse en público, por ejemplo) y el cura se inmiscuía en asuntos de orden público (ordenando, por ejemplo, la circulación por las calles por motivos de procesiones religiosas)
Era la censura de la época, sus leyes y sus costumbres. La desaparición de aquel Régimen no significó el fin de la censura que forma parte de la estructura íntima de todo Sistema social. Pero de la censura actual no me han pedido que hable.