El Tiempo que nos queda
crónica actual del pasado
Eliseo Bayo
Cortaron la Lengua a Dios
y la arrojaron a los perros
Del choque de intereses y de razones de Estado y de Religión surgió la necesidad de la Conquista, aunque significara la Destrucción del Mundo
América es el continente robado a los naturales del territorio por las potencias europeas cristianas, especialmente por España. Lo hicieron basándose en tres principios que se consideraban justos y universales: la autoridad temporal del Papa y la jurisdicción universal del Emperador; la negación de la categoría jurídica de los “indios” por “ser bárbaros, pecadores, viciosos, infieles” y “estar obligados a someterse pacíficamente”; los europeos podían declararles la “guerra justa”, si se resistían a ser evangelizados. Así lo habían hecho antes y así destruyeron el mundo.
Estos principios, sobre los que se asentaron las Bulas de los Papas y los derechos del Emperador a conquistar territorios de “infieles”, procedían de la doctrina, hecha oficial, de Enrique de Susa, cardenal-arzobispo de Ostia, canonista del siglo XIII, según la cual los pueblos gentiles tuvieron jurisdicciones y derechos antes de la venida de Cristo al mundo: pero lo perdieron todo porque las potestades espirituales y temporales quedaron vinculadas a Cristo, por ser Rey del Mundo, y tras su muerte y Ascensión gloriosa a los Cielos, pasaron, por delegación suya, al Papado.
De suerte que, como dice Silvio A. Zavala, los infieles podían ser privados de sus reinos y bienes por autoridad del Papa, a la cual estaban obligados a obedecer.
En función de ese principio, los españoles -personificados en la Corona de Castilla y de Aragón-, destruyeron el mundo antiguo.
Convertidos los Papas en la autoridad suprema para dar legalidad a la conquista, los reyes se vieron obligados a adoptar cualquiera de estas alternativas, o todas: ponerse a disposición del Papa y acceder a sus pretensiones, a cambio del permiso para ocupar tierras; enfrentarse a él cuando otra potencia rival le ganaba en el amparo del Papa; mover los hilos de la diplomacia secreta para comprar el protección del Pontífice.
La más eficaz y directa era, además de las enumeradas, influir en el nombramiento del nuevo Papa y hacerse socio de él. Es lo que practicaron los Reyes Católicos, ganándoles por la mano a los portugueses -sus eternos rivales-, a los franceses y a los ingleses, que se vieron pronto fuera de juego cuando su rey Enrique VIII decidió separarse de Roma, por provocación de Carlos V y debilidad del Papa Clemente VII que estaba en manos del Emperador.
Tanto el “descubrimiento de las Indias Occidentales” como su posterior entrega y anexión a la Corona española, una vez roto su sistema social y sometidos sus habitantes, no habrían sido posibles sin la “política global” del Papado y sin la intervención directa de los clérigos en la Conquista.
La “vocación universalista” de la Iglesia, tendente a reducir “todas las naciones del Orbe” al Imperio de Cristo, se manifestó plenamente con el sometimiento y la conquista de los territorios americanos, como un “episodio más” de la larga marcha iniciada cuando el Cristianismo se convirtió en religión oficial del imperio romano y de sus herederos. Si el papel de la Iglesia Católica hubiera sido secundario, las consecuencias de su intervención se habrían diluido con el paso del tiempo, pero, lejos de esto, la Evangelización fue el elemento clave para lograr la plena substitución de la sociedad antigua por la moderna, representada por los conquistadores.
Para nadie es un secreto ya que el cristianismo se montó sobre una serie de conceptos religiosos usurpados a otras religiones y a otras culturas que, como las religiones americanas, fueron destruidas en distintas épocas. Lo que sigue siendo un secreto bien guardado es el origen de aquellas religiones arruinadas y los conocimientos que tenían de sí mismas y de los hechos acaecidos en la más remota antigüedad. Ese es el gran velo que queda por descorrer.
La Conquista de las Islas Canarias fue en definitiva un ensayo general para la Conquista de América. El 29 de septiembre de 1496, cuatro años después del Descubrimiento de América, se completó la sangrienta conquista de las Islas Canarias por los españoles. Una tras otra, a lo largo de muchos años de guerras, fueron cayendo en poder de los invasores las islas llamadas Afortunadas. La última en capitular fue Tenerife, que entró a formar parte de la corona de los Reyes Católicos en aquel año de 1496, una vez acabada la resistencia de sus valientes moradores. España cedió a Portugal el dominio de las costas de África a cambio del reconocimiento de Canarias como soberanía de la Corona española.
La lucha del pueblo guanche duró más de 150 años de guerra feroz en la que se probaron las armas más modernas y los medios de transporte más avanzados.
Los conquistadores utilizaron los mismos métodos que años después emplearían en la toma y destrucción de las culturas americanas. Alentaron las querellas y las rivalidades entre los pueblos indígenas para dividirlos, se aliaron con los más débiles para atacar a los más fuertes y una vez golpeados éstos, buscaron la complicidad de los descontentos para acabar de someterlos. Fueron de una crueldad inenarrable con los rebeldes y prometieron buen trato a los que se rindieran. Sin embargo no respetaron ninguno de los pactos establecidos para garantizar la supervivencia cultural y física de los vencidos. Les arrebataron las tierras y los vendieron como esclavos en el continente. Destruyeron su cultura, rompieron las imágenes o las hicieron desaparecer, arruinaron los templos y los edificios, que eran muchos y de gran hermosura, y, al contrario de lo que ocurriría después en México, no se preocuparon de recoger y guardar las noticias históricas de la cultura vencida.
El método militar, político y religioso seguido en el descubrimiento y en la conquista de América, con la destrucción de la religión y de las antigüedades indígenas, el sometimiento de la población superviviente y el oscurecimiento de la cultura vencida, fue experimentado en la conquista de las Islas Canarias, ruta obligada para llegar desde Europa al Continente americano. No hubo encuentro de Dos Culturas, sino simple aniquilamiento de la población indígena, cuyos altísimos valores morales y sociales ni siquiera pudieron esconder los vencedores.
Con la Conquista de las Islas Canarias, un suceso casi olvidado, se inauguró la política de exterminio de las culturas antiguas en el Nuevo Continente.
Es menos sabido que el “Descubrimiento” fue una patraña ideada por los Reyes Católicos para apoderarse de las islas y de las Tierras Firmes de Poniente, frecuentadas de antiguo por los portugueses y los musulmanes que tenían bases en ellas. El hecho era conocido en la época -y los archivos nacionales están repletos de documentos que lo atestiguan-, pero fue purgado de la historia oficial por motivos que saldrán a la luz algún día.
El famoso “Descubrimiento”, que hoy celebran todos los niños de América y de Europa, consistió en una hábil operación publicitaria que le permitió a la Corona española -en combinación con la Santa Sede- adueñarse de aquellos inmensos territorios, para beneficio personal, con el pretexto de llevar allí la Civilización y el Cristianismo. Las Canarias fueron arrasadas repetidamente por la guerra que hicieron los españoles para asegurarse el tráfico de esclavos -no sólo de los guanches apresados, sino de los negros de las costas africanas-, y la justificaron por necesidad de “civilización”. La excusa de la Conquista fue la conversión obligada de los “indios”, el instrumento que legalizó el despojo de sus bienes y la apropiación de sus personas.
El motivo del Descubrimiento no era otro que dar nombre cristiano a las tierras que aún no lo habían recibido. De ahí la obsesión por ir cuanto antes a “descubrir” tierras ya conocidas, con propósito de saltar a la playa, clavar la espada, alzar la cruz y levantar el pendón de la corona para acto seguido anotar el nuevo nombre dado al lugar.
Ha quedado en la historia un equívoco monumental y muy interesado, pues se da al término “descubrir” el acto de hallar un territorio existente pero del que no se tenía noticia, cuando su auténtico sentido es el de reconocer “lo que ya se conoce”. En el caso de América, se sabía de su existencia y había tráfico entre ella y Europa -y Asia, por el otro lado-, pero no estaba reconocida.
Es precisamente lo que hicieron los reyes católicos: reconocer en su sentido exacto, aprobar la calidad y entidad de un hecho conocido, pues es costumbre descubrirse ante algo o ante alguien en señal de que se “reconoce” al que se tiene delante.
Durante siglos el “centro del mundo” estuvo en el Mediterráneo, pero la creciente rivalidad entre el poder musulmán, la corona de Castilla y la de Portugal, por lograr la hegemonía sobre el Poniente del Océano Atlántico, hizo que el “centro del Mundo” se colocara en esa parte del Globo. Comprendía las Canarias, las costas de África y las que se hallan enfrentadas al otro lado del Océano; el cinturón de Islas -las “Ante Islas” o Antillas- el “pequeño mar” Caribe y, y las Costas de México. El Poniente.
Era la ruta del oro y del gran tráfico de mercancías y de personas, y mientras se peleaban las potencias entre sí por cerrarse el paso las unas a las otras, lo más oportuno fue prohibir la navegación para todas. Que a lo largo de la historia hubo un intenso tráfico por el Océano Atlántico hacia las tierras del Poniente es algo que no han conocido los escolares durante siglos, porque se trata de una noticia embargada desde tiempos antiguos.
Importante es saber por qué se aceleró el Descubrimiento y por qué fue la reina Isabel la Católica su tenaz impulsora, lo que obliga a estudiar la correlación de fuerzas políticas y económicas en Europa, particularmente en España, en Portugal y en la Santa Sede. Se observará que la convergencia de intereses entre el Papado y la Corona de Castilla, socios en la misma empresa para la conquista del Oro y de los millones de individuos que pululaban en aquellos inmensos territorios, forjó la Alianza interesada entre ellos.
Ambas partes necesitaban lo mismo: oro, piedras preciosas, especies, nuevos productos y grandes territorios a incorporar bajo sus dominios; estaban más poblados que los Estados en los que mandaba el Papa y el Imperio español, y la gran cantidad de gentes era más valiosa que los metales, pues éstos se acaban una vez vendidos, pero los nuevos súbditos pagan impuestos mientras viven, y pueden ser vendidos como esclavos a medida que se necesite reponer fuerza humana en el mercado de trabajo. Si además la Corona cierra el mar, lo convierte en monopolio privado, y hace que todo el tráfico le pague derechos por mercancía y persona, no habrá negocio que se le iguale.
El detonante de la Conquista que destruiría el mundo no conocido fueron los pleitos familiares entre las ramas reinantes en una y otra parte de los territorios -acabados muchas veces en guerras-, las rivalidades entre los nobles y los poderosos comerciantes de Portugal y España y la inevitable competencia en los mares para lograr la hegemonía en ellos.
A todo ello se unió la desmedida ambición de los Papas guerreros. Portugal, que había perdido la oportunidad de hacerse con las Islas Canarias -a las que consideraba propias por hallarse en “su área de influencia”- no dejó de batallar por mantener su predominio marítimo y territorial en el Atlántico, amenazado por el expansionismo de Castilla y en menor medida, de Aragón.
Se sucede una serie de intrigas dentro de la intriga general por el dominio del mundo conocido, y por la usurpación de las tierras no declaradas. Los Reyes Católicos y su círculo de influencia, en competición directa con los grandes señores de Conquista que tratan de monopolizar el tráfico de mercancías y de personas en el Atlántico, buscan aliados en todas partes -empezando por la alta jerarquía católica en sus dominios- y se conciertan para ganar la partida en Roma, a fin de balancear la voluntad del Papa (y del sucesor de éste) a su favor.
La ocasión es llegada con la elección del aragonés Rodrigo Borja, de la célebre familia de los Borgia, para ocupar el Solio pontificio bajo el nombre de Alejandro VI. El arzobispo Juan Rodriguez de Fonseca, directo colaborador de los reyes, fue el primer organizador de la política colonial castellana en las Indias (América).
La destrucción del mundo se anuncia como un objetivo de la política real.
Los Católicos, amparados por los Papas, se impusieron a los portugueses y les obligaron a imitar la estrategia española. Hasta entonces los portugueses se habían limitado a intensificar el comercio, a obtener grandes beneficios y a imponer cargas tributarias moderadas, sin entrar en cuestiones de política, ni de religión. Las relaciones con los musulmanes eran las propias de vecinos armados que se vigilan y tratan de ganarse terrero los unos a los otros, y su negocio final es el comercio y no la religión.
Los Católicos, ideando el terreno en el que podían salir ganadores, partieron de otra idea: la religión era el mejor pretexto para el negocio, a pesar de que provocara la destrucción del mundo. No era ningún pesar. Es lo que se buscaba.
Debe observarse que la destrucción del mundo en las tierras de Poniente -con la muerte de millones de personas a lo largo de un siglo-, se produce al mismo tiempo que Europa arde en llamas, incendiada por la conjunción de las mismas fuerzas, el Papado y los reyes españoles, que llevan la guerra a todas las naciones, con la destrucción de ciudades y la muerte de millones de personas.
El hombre elegido por la Reina Isabel I para organizar la compleja tarea del Descubrimiento -incluidas las intrigas políticas y acciones contrarias a la legalidad- es un oscuro personaje, Cristóbal Colón, rescatado de las sombras para realizar el “trabajo sucio” de la Conquista.
Es sabido que el proyecto de Colón estaba a punto de fracasar -no lograba dar cumplimiento al mandato real que le autorizaba a embargar dos carabelas y reclutar marineros-, cuando apareció en Palos el experto navegante Martín Alonso Pinzón, cuyo prestigio fue suficiente para trocar los inconvenientes en ventajas para Colón. Martín Alonso era el enlace entre el Papa, la Reina y los frailes del Monasterio de la Rábida. Todos estaban en el secreto, y en la comunión de lo que debían hacer.
Martín Alonso regresaba de Roma con un valioso documento que le había entregado el bibliotecario del Papa Inocencio VIII. Se trataba de una copia de “escritura antigua” que “indicaba la ruta hacia tierra por descubrir, por no estar inscrita a nombre de cristiano”. Es decir, una tierra “conocida, poblada, rica” sobre la que ningún príncipe o rey cristiano había comunicado (al Papa) su pertenencia por “primera ocupación”. Estaba pues “libre de cargas”. El primer cristiano que llegara y las “descubriera” en nombre de rey católico para implantar en ellas el cristianismo -comunicándolo inmediatamente-, sería dueño de ellas.
El mapa que tenía Martín Alonso Pinzón era copia -o uno más entre otros que circulaban en ambientes restringidos- del que ya conocía Colón, El sultán de Marruecos, los asiáticos, los venecianos, los grandes señores de Canarias, y junto a ellos, los Papas y los reyes de Portugal y de la Corona de Aragón y de Castilla, mantenían el statu quo -a punto de quebrarse, y de ahí las prisas de Isabel la Católica- del tráfico marítimo.
Compartían el secreto de que “navegando 95º hacia donde se pone el sol desde la costa occidental de España se llega a Cipango”, país o Imperio del que se contaban “maravillas” sobre su inmensa riqueza en oro, piedras preciosas, especies, productos, y su grandísima población de gentes. Los eruditos de la época -sólo se hallaban entre los círculos más reservados de las clases altas- conocían muy bien el significado etimológico y social de cipango, lo perteneciente a un “Imperio de rasgos asiáticos” que precisamente por serlo carecía de sentido geográfico preciso, pues los “rasgos asiáticos” se extendían por vastas extensiones del Globo terráqueo.
Pero el caso es que, geográficamente¸ a 95º de la desembocadura del Guadalquivir, se halla México, el país o conjunto de países de rasgos asiáticos –y cultura asiática-, de cuya existencia se tenía noticia, documentada, a este lado del Atlántico, y al otro lado del Pacífico. A la Tierra firme, más allá de las Antillas, se le llamaba las Indias por no dar nombre global a aquellos territorios conocidos pero no reconocidos.
No hay cosa más evidente. Navegando en dirección a Poniente se llega a la costa americana. Que la Tierra es redonda era algo que se sabía desde la más remota antigüedad documentada. No hay más que verlo en las tablillas sumerias. Que antes de Colón habían llegado a aquellas tierras numerosas expediciones es algo que ahora está plenamente documentado, aunque a lo largo de cuatrocientos años -desde que se montó la patraña política del Descubrimiento- se bombardeó a la población con estúpidas historias sobre hechos que no fueron verdad y sobre personajes que pasaron a la Historia como Santos, Héroes y Sabios, no habiendo sido más que truhanes, contrabandistas y organizadores de guerras de saqueo.
El Descubrimiento, que es considerado entre los primeros sucesos más importantes de la Historia, pasó casi inadvertido en la época. Ni siquiera los vecinos de Palos –para los que el Océano era su casa- se interesaron por el regreso de las naves.
Maquiavelo no alude en “El Príncipe”, dedicado a Fernando el Católico, al descubrimiento y sólo dice que “alegando siempre el pretexto de la religión”, tras borrar el reino de Granada, emprendió la “conquista de África”. Rebeláis se mostró entusiasmado con el hallazgo del Estrecho de Magallanes, en 1521, pero se abstuvo de aludir al descubrimiento de 1492.
En los documentos que firmó la Reina el 30 de abril de 1492, en plenos preparativos del viaje, no hay mención expresa de que la misión de Colón fuera “descubrir” tierra desconocida, ni menos “convertir” a nadie. Nombra a Colón capitán de las tres carabelas requisadas y le manda ir a las “partes” del Mar Océano, en un viaje que deberá tener una duración cercana a los seis meses. No es posible acertar con tanta precisión si no se conoce la distancia entre el puerto de salida y el punto a llegar.
Al regreso se dice escuetamente que Colón “descubrió” ciertas Islas” en las “partes de las Indias”. Pero en Roma las cosas se veían de otra manera. Como era de esperar Alejandro VI fue el gran panegirista de la Conquista y proclamó que la reina Isabel era predestinada para llevar la luz del Evangelio al continente ignoto. Para el Papa los servicios que prestó la Reina al Sumo Hacedor, introduciendo el Santo Oficio en el reino, expulsando al poder musulmán de Granada y a los judíos de Castilla, le hizo merecedora de que Aquel le enviara al profeta Colón, iluminando a la Reina para que captase el mensaje.
Consumado el “Descubrimiento” por el favor del Papa, los Católicos empezaron a obtener las grandes recompensas que esperaban de inversión tan escasa en dinero como ambiciosa en estrategias políticas. Concentraron el tráfico de Berbería en la bahía de Cádiz, prohibiendo, a partir del 9 de mayo de 1493, cargar o descargar en otro puerto mercancías que tuviesen por origen o destino las partes de Poniente. Los monarcas decretaron el embargo general de navíos, bajo la dirección del obispo Juan de Fonseca.
En el segundo viaje de Colón se apuntan los motivos y los argumentos que se utilizarán en breve contra los americanos para justificar su conquista y sumisión, y su exterminio en el caso de que se resistan. En escrito fechado el 3 de febrero de 1493 el “descubridor” acusaba a los americanos de “caníbales, sodomitas y sucios” y les culpa de haber matado a los españoles que quedaron en Isabela.
El segundo viaje no tuvo la finalidad de poblar las tierras, porque no fueron gentes de paz sino de guerra, para ocupar y “sojuzgar” el territorio. Salieron preparados para combatir con los portugueses, si se cruzaban en su camino, lo que no ocurrió. En el tercer viaje 1497 Colón tenía el mandato de convertir las Indias “a la verdadera fe” y lo emprendió con 330 individuos, entre peones de guerra (100), labradores y hortelanos (50), fundidores de oro (20) y gentes de otros oficios y tripulantes, acompañados todos de 50 prostitutas. Colón se convirtió en el administrador de los Reyes en tierra conquistada. Era el encargado de dar a cada poblador la parcela para casa y huerto; procuró la construcción de molinos e ingenios y buscó las mejores tierras para diversos cultivos cuyo producto fuera de gran aceptación en Europa. Colón fue devuelto a España, preso con su hermano Bartolomé, pero regresó a América, en 1502 (cuarto y último viaje), con cuatro carabelas, para cumplir el encargo de registrar a nombre de la Corona los territorios “descubiertos” a toda prisa, antes de que lo hicieran los competidores: los portugueses, los franceses, los ingleses, y también -quizás los más temidos- los musulmanes, presentes en las costas de Berbería, de África y de las costas enfrentadas a ésta al otro lado del Atlántico.
Al principio la Conquista fue iniciativa privada de aventureros que se organizaron en partidas para iniciar operaciones por su cuenta.
El gobierno español buscó mercenarios para la conquista y unos mercaderes alemanes se encargaron de hacer una incursión sangrienta en Venezuela. Se reclutaban negros y mestizos en santo Domingo para ir al continente. Expediciones de conquistadores se asentaron en las Islas, fundaron allí sus bases, se adueñaron de Cuba, empezaron las incursiones organizadas hacia Tierra Firme, las costas de México, para iniciar la Conquista. Fueron los primeros Piratas del Caribe.
Isabel La Católica, que se hizo a sí misma Reina del Mundo -al que no supo, ni quiso aportar nada digno del nombre de Civilización ni de espíritu de paz- murió por cáncer de útero en 1504, en Medina del Campo, antes de ver envuelto en sangre y fuego el Continente que ella mandó sacar a la luz.
Durante más de quinientos años se ha repetido una falsedad que ha terminado pareciendo verdad: Europa representaba una fuerza civilizadora superior y los americanos fueron afortunados con la Conquista. Si se le pregunta a cualquier estudiante de bachillerato europeo qué imagen tiene sobre las sociedades precolombinas contestará en el acto que los indios americanos iban desnudos, comían carne humana, estaban muertos de hambre y esclavizados por sus caciques y que lo mejor que pudo pasarles fue ser conquistados por los europeos.
Según el estereotipo general, la Europa de la Conquista era un paraíso de abundancia y de progreso, gracias al Renacimiento, a la labor civilizadora de la Iglesia y a la política del Papado.
La verdad era otra.
Europa llevaba siglos envuelta en una guerra civil espantosa; muchos reyes y emperadores desaparecían del trono envenenados por sus hijos o por sus hermanos; la mayoría de los Papas gobernaban en medio de la corrupción más infame, la inmensa mayoría de la población era analfabeta; las epidemias y la falta de higiene causaban millares de muertos. La Inquisición practicaba el rito de los sacrificios humanos con el tormento de la hoguera. Los caminos estaban infestados de bandoleros. La anarquía más espantosa administraba las ciudades, ejércitos privados de mercenarios se lanzaban al pillaje, los mares estaban surcados por barcos piratas y el Renacimiento no fue otra cosa que el intento de poner un poco de orden en aquel caos para dar impulso a los nuevos imperios surgidos con la lucha por la hegemonía en el mar entre españoles, portugueses y británicos.
Desde el año 800 de la era cristiana hasta 1700 Europa y el mundo cristiano en general fueron el escenario de las mayores crueldades contra la población. La elección de estas fechas no es arbitraria, sino que sirven de contrapunto para ilustrar sobre lo que estaba ocurriendo en Europa al tiempo que se formaban los reinos y las sociedades americanas que alcanzaron su máxima pujanza en el momento de la llegada de los conquistadores europeos.
Las guerras que sacudieron Europa desde los últimos años del Imperio romano tuvieron una finalidad aparentemente religiosa -imponer el cristianismo por la fuerza de las armas-, pero detrás de la Cruz estaban las ambiciones políticas y la legitimación del saqueo. Lo que siglos después ocurriría en América tuvo un escenario mayor y más prolongado en Europa.
La primera dinastía de los reyes francos duró trescientos años en medio de los escándalos, de las traiciones, matanzas y parricidios. Los carlovingios, sus sucesores, se mostraron tan criminales como los merovingios, y los pueblos continuaron aplastados bajo la odiosa tiranía de los nuevos reyes. Los cuarenta y seis años que duró el reinado de Carlomagno fueron un estado permanente de guerra. Los historiadores no cortesanos, lejos de presentar a Carlomagno como un modelo de príncipes, le acusan de haber despojado a sus sobrinos de sus Estados, de haber repudiado a la hija de Didier y de haber hecho morir a su suegro. Le pintan como un rey cruel y escandaloso, lleno de ambición y de maldades por el deseo de hacerse reconocer como emperador de Occidente por los Pontífices de Roma. Dicen que hizo correr a torrentes las lágrimas y la sangre de los pueblos; que su generosidad y clemencia tenían por único móvil la superstición y el orgullo; que era mezquino, parsimonioso y sumamente avaro, y que se mostraba extraordinariamente cuidadoso de sus dominios, por la venta de sus bosques, de sus prados, de sus frutos y de sus legumbres. Pasquier en sus escritos le llama ambicioso, cruel, adúltero, incestuoso y le acusa de haber manchado el lecho de sus hijas. La gloria de Carlomagno descansa, para los cristianos, en haber conquistado a sangre y fuego numerosos pueblos y ciudades para obligarlos a aceptar la religión de Cristo. La historia registra que en un solo día mandó degollar a 4.500 prisioneros sajones en Verden, población a orillas del Aller. En realidad casi toda Europa se hizo cristiana con Carlomagno cuyo vasto imperio se extendía por el Norte hasta el Eider, por el Este hasta el Elba el Saale y el Raab; por el Sur hasta el Volturno y el Ebro ; en las restantes fronteras hasta el Atlántico y el Mediterráneo. Sus guerras tuvieron siempre un carácter religioso y siempre implantó el cristianismo en los países conquistados.
El misterio envuelve su infancia y la educación que recibiera. Se consideró cabeza de la Iglesia y sometió a todos sus súbditos a ella. Patricio de Roma, lo mismo que su padre, poseía las llaves del Sepulcro de San Pedro y había jurado fidelidad al Papa. Ambicionó la unión del Occidente con el Oriente por su matrimonio proyectado con la emperatriz bizantina Irene, pero el plan fracasó. Sin embargo fue coronado emperador romano con el título de guardián de la Iglesia. Enrique II de Inglaterra y Federico Barbarroja pidieron su canonización al Pontífice romano y en 1165 el Antipapa Pascual III lo declaró santo. Al principio su culto estuvo limitado al Imperio germánico, hasta que Luis XI lo implantó en Francia por decreto, en el que se imponía la pena de muerte a los que se negaran a admitirlo.
Sus descendientes fueron seres absolutamente monstruosos. Su sucesor Luis I, Ludovico Pío, mandó matar a sus cuñados, esclavizó a sus súbditos y fue temido por sus venganzas. Las intrigas familiares desencadenaron grandes sufrimientos a la población. Declaró a su hijo primogénito, Lotario, emperador de Italia, en perjuicio de su sobrino Bernardo, hijo de Pepino a quien Luis había arrebatado también la corona imperial. Bernardo reclutó un formidable ejército con el que entró en Francia para luchar contra su tío. Abandonado de todos, empezando por los obispos que le acompañaban, solicitó clemencia a su tío quien ordenó al verdugo que le hundiera un hierro ardiente en los ojos hasta atravesarle el cráneo. Los hijos de Luis se sublevaron contra su padre y a la muerte de éste se pelearon entre ellos hasta tal extremo que en la famosa batalla de Fontenoy pereció casi toda la nobleza de las Galias. Al fin llegaron a un acuerdo para repartirse los Estados de su padre: Carlos el Calvo conservó la Aquitania y la Neustria con el título de rey de Francia ; Luis se quedó con la Germania y Lotario guardó el título de emperador, el reino de Italia, la soberanía de la ciudad de Roma, la Provenza, el Lionesado, las comarcas enclavadas entre el Ródano, el Rhin, el Meuse y el Escanda. Esa familia debería figurar en la galería de seres especialmente monstruosos. Carlos el Calvo condenó a su madre, la célebre cortesana, a morir de hambre en una mazmorra, hizo matar a su padre Bernardo y mandó cortar la cabeza de su hijo Carlomán, aunque, temeroso del escándalo, le perdonó la vida no sin ordenar que se derramase plomo derretido en la boca y en los ojos del joven príncipe que terminó sus días en una celda. Carlos el Calvo murió envenenado por su misma esposa, la hermosísima Richilda, quien no sólo no le era infiel a su marido sino que tenía cinco hijos de sus incestos con su hermano el conde Bosón.
Adriano III hizo perder a la Iglesia romana su autoridad en Oriente; Focio se separó por completo del clero latino e inauguró el Cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente.
La Corona imperial de Occidente estuvo por largo tiempo fluctuando sobre distintas cabezas, y casi siempre a merced de las decisiones de los Papas que la administraban no por motivos piadosos sino por ambiciones demasiado terrenales. El Papa Formoso I murió luego de haber hecho degollar a la mitad de la población de Roma y de haber llevado la guerra a otros países europeos. Bonifacio, expulsado del diaconado por homicida y adúltero, se hizo elegir Papa con el nombre de Bonifacio VI, aunque no duró mucho su gloria pues a los quince días fue envenenado por Esteban, obispo de Anagnia, que intrigaba para sucederle. No lo consiguió él sino el principal enemigo de Bonifacio VI, el hijo de un sacerdote llamado Juan y de una prostituta, el famoso por su maldad Esteban VII (897). Este hizo desenterrar el cadáver de Bonifacio, mandó revestirlo de sus hábitos pontificios y lo procesó por haber cambiado de residencia, de Porto a Roma, y en realidad por haberle ganado en la carrera por la Silla; haciéndole luego despojar de sus ornamentos, le mandó cortar tres dedos de la mano y la cabeza y arrojó el resto al Tíber. Esteban VII apenas sabía estampar su firma y ni siquiera conocía los primeros elementos de la religión; su depravación llegaba a los últimos límites y sobrepujó a sus antecesores en sus monstruosos escándalos. El cardenal Baronio, autor de la más ortodoxa Historia de los Papas, no tuvo más remedio que reconocer que el siglo IX fue época de desolación para la Iglesia: “Nunca las divisiones, las guerras civiles, las persecuciones de los paganos, de los herejes y de los cismáticos, la hicieron sufrir como los monstruos que ocuparon el trono de Cristo, por la simonía y el homicidio. La Iglesia romana parecía una desenfrenada cortesana, llena de pedrerías y de seda, la cual se prostituía por el oro; el palacio de Letrán se había convertido en una innoble taberna donde los clérigos de todas las naciones iban a disputar a las cortesanas el precio de sus escándalos.
“Nunca los sacerdotes y principalmente los Papas, cometieron tantas violaciones, incestos, adulterios, robos y homicidios ; y nunca la ignorancia del clero fue tan grande como en aquella época desgraciada. El Cristo probablemente dormía entonces un sueño muy profundo en el fondo de su barca, mientras que los vientos silbaban de todas partes... Así la abominable tempestad se desencadenaba sobre la iglesia y ofrecía a los ojos de los mortales el más horrible espectáculo”.
Mientras los vicarios de Cristo en la tierra manchaban la Iglesia con todo género de crímenes, los reyes de España, de Grecia, de Italia, de las Galias, de Germania y de Inglaterra asolaban sus imperios con las más infames rapiñas. Los normandos continuaban sus saqueos en Francia, que estuvo durante siglos agitada por revoluciones intestinas.
Tampoco es cierta la imagen de una nación española pacificada, pujante, avanzada, que emprendía la “abnegada tarea de civilizar el Nuevo Mundo”. Desde la invasión de los árabes, España no dejó de vivir en un clima permanente de guerra civil. En numerosas ocasiones estuvieron los árabes a punto de apoderarse de los reinos cristianos, a causa de las disensiones entre éstos.
Veinte años antes del “descubrimiento” de América, España estaba sacudida todavía por las guerras contra los moros y por las guerras civiles en el asunto de la Beltraneja, en los que la futura Isabel la Católica echó más leña al fuego de la guerra civil: Castilla estaba en permanentes disturbios; Andalucía no obedecía al rey, los vascos luchaban entre sí; los moros saqueaban Andalucía, había sediciones en Toledo y en Segovia los nobles guerreaban entre sí y había matanzas de judíos por todas partes después de que éstos habían asesinado a los cristianos nuevos en Córdoba y en toda Andalucía.
Juan II, el padre de Fernando, estaba en guerra con Luis XI de Francia, con una crueldad innata, no discutida, que hace imposible creer en los buenos sentimientos cristianos que se les atribuye. Ni siquiera era cierta la imagen de un entendimiento entre los Reyes Católicos, sino que Fernando e Isabel intrigaban el uno contra la otra, y viceversa. El Papa Pablo II apoyó a Enrique IV, en contra de su hermano Alfonso, de quien se dice que fue envenenado. Pablo II era un ser malvado, entre cuyas crueldades está la tortura y muerte del bibliotecario del Vaticano Platino de Sachi, a quien mandó empalar en su presencia. Fomentó tumultos en Francia, en Bohemia, en Polonia, en España y en Italia. Era enemigo de la ciencia y bajo su pontificado se prohibió a los romanos que enviaran sus hijos a la escuela. Murió en 1489. Su sucesor, Sixto IV era protegido de los Borgia. Los historiadores Onunfrio, Maquiavelo y Pedro Volterrá afirman que siendo cardenal tuvo una conducta borrascosa: “que había desflorado, una por una, a todas sus hermanas...y que se hacía servir para sus monstruosos escándalos a dos niños, fruto de un comercio incestuoso entre él y su hermana mayor”. Nombró a sus dos hijos bastardos príncipes italianos. Organizó a favor de los Pazzi el asesinato de los Medici, Lorenzo y Julio, que gobernaban Florencia, crimen que se perpetró durante la celebración de la misa en la iglesia de Santa Reparata. Julio murió de once puñaladas y Lorenzo resultó malherido.
El clero español al decir de los historiadores no cortesanos “no merecían gran consideración a causa de su inmoralidad; todos ellos eran escandalosos e ignorantes; la mayor parte eran judíos conversos, ni siquiera comprendían las oraciones que rezaban en latín; los unos pasaban los días y las noches en las tabernas y lupanares ; otros vendían públicamente, sin escrúpulo y sin vergüenza, los beneficios y las inmunidades; otros ejercían la usura con más rapacidad que los judíos...” Los Borgia llevaron a cabo la destrucción de los privilegios y libertades de la Iglesia española.
Sixto IV conspiró a favor de Isabel y de Fernando, celebró pactos secretos con el duque de Borgoña y con Eduardo de Inglaterra en perjuicio de Castilla y de Francia.
La familia Borgia arregló con Fernando el Católico el sometimiento de las Españas a la corte pontificia. Fue así como el Rey Católico extendió la Inquisición en España de modo permanente y expulsó a los judíos, no sin antes haber mandado degollar a diez mil de ellos a manos de sus soldados. En aquellos años había más de un millón y medio de sefarditas en España. La labor represora, sangrienta de Fernando el Católico, de la que obtuvo grandes beneficios económicos, fue auspiciada por Sixto IV.
Toda Europa estaba en guerra. Venecianos, florentinos, genoveses, napolitanos eran víctimas de las conspiraciones de sus reyes y de los Papas que pretendían dar reinos a sus bastardos. Cada prostituta de Roma le daba un julio de oro a la semana.
Los frailes de la Conquista perseguirían con saña en América el pecado de sodomía, mientras que Sixto IV permitió a Pedro, cardenal y patriarca de Constantinopla; a Jerónimo, su hermano y al cardenal de Santa Lucía, que ejerciesen el acto de sodomía durante los meses de junio, julio y agosto; y con su propia mano escribió al pie de la instancia que se le había presentado: “Concédase como se pide”.
Juan Bautista Cibo, dotado de gran hermosura corporal, había sido mancebo del rey de Sicilia y del cardenal Felipe Calendrino. Llegó al papado y con el previo compromiso de dar un sinnúmero de prebendas a los cardenales que votaron en su favor y tomó el nombre de Inocencio VIII. Esteban Infessura afirma que Inocencio VIII trató de reanimar su vida con un brebaje, formado por un médico judío, con la sangre de tres niños de diez años, que degollaron a este efecto. Onufrio y Chacón cuentan el mismo hecho, que colocan en época anterior.
La Conquista tuvo una finalidad económica bajo cobertura religiosa. Los Reyes adquirieron inmensos territorios por cuya explotación percibían los derechos correspondientes a la Corona en forma de tributos. El Descubrimiento es sin duda la inversión más rentable de la historia. La Reina Isabel arriesgó muy pocos dineros o ningunos de su bolsillo y a cambio se hizo con la “propiedad legal” de un continente. Los indios vencidos, reducidos a la perpetua esclavitud unos, a la servidumbre los más y a vivir reducidos a poblaciones casi todos, hicieron ricos a los españoles que los conquistaron.
Para llevar a cabo la Colonización -que es la tercera fase del objetivo de la guerra imperialista, tras el Descubrimiento y la Conquista-, los Católicos modificaron las leyes del mar. Existía ya la obligación de que los navíos llevaran dos escribanos de la corona; se obligó reservar el 10% de la capacidad de carga a las mercancías de la corona, con lo cual los reyes confiscaban de hecho una parte de los barcos. El beneficio para ellos era neto, pues se cargaban a los gastos generales del viaje el costo de los fletes, la fundación y la manutención de las poblaciones conquistadas y los descubrimientos de tierras nuevas y los salarios de los funcionarios relacionados con Indias. Cádiz pasó a ser el centro donde se despachaban las licencias para cruzar el mar. Los pescadores continuaron navegando por libre. Los mercaderes, para no ver mermados sus ingresos por las exigencias desmedidas de los reyes, burlaron la ley.
Desde 1492 los metales y piedras preciosas eran monopolio de la Corona. En 1497 se incorporó la madera de Brasil, indigo, las conchas de la púrpura y la orchilla
Los jefes militares de la Conquista además del botín de guerra obtenido tras cada batalla ganada se quedaron con las mejores tierras; los soldados de fortuna obtuvieron tierras, casas y recompensas. Los Encomenderos recibieron tierras con sus nativos a los que convirtieron en siervos y enseguida se hicieron con el mercado de esclavos.
Tras la experiencia del Descubrimiento, la Corona se desentendió en diversas ocasiones de los gastos que ocasionaba la Conquista y dio permiso –capitulaciones- para llevarla a cabo, con la obligación de tomar los territorios formalmente en su nombre, con acta levantada por escribano, y de hacerlo en el nombre de Jesucristo, para extender su doctrina; por último, que no era lo menos importante, se aseguró de percibir el Quinto Real.
Para resarcirse de los costosos gastos de la empresa, los conquistadores hicieron que los indios los pagaran; les arrebataron sus pertenencias y sus propiedades, y fueron obligados a trabajar gratis en la construcción de los nuevos pueblos, en las minas y en los campos, convertidos muchas veces en esclavos y siempre en siervos de los españoles.
Cada uno de los actos de expolio y de explotación de los naturales del territorio estaba respaldado por un procedimiento jurídico que le daba apariencia de legalidad. La Conquista de México -como la de los otros territorios ganados para la Corona española en las Islas y tierra firme – fue una empresa privada para la que se asociaron los aventureros que, con las costas de la empresa a su cargo, solicitaron al rey permiso para llevarla a cabo. Bernal Díaz del Castillo dice expresamente que la Nueva España, “una de las buenas partes descubiertas del Nuevo Mundo, la descubrimos a nuestra costa, sin ser sabedor de ello S.M.”. Soldados de fortuna, aventureros y presidiarios fueron el primer material humano de la Conquista, a los que se sumarían después los negreros y los funcionarios que sólo buscaban enriquecerse.
La Real Provisión de 30 de abril de 1492 concedía indulto de las penas a los delincuentes que se embarcaran con Colón, “para que no les sea fecho mal ni daño ni desaguisado alguno, en sus personas ni bienes, ni en cosa alguna de lo suyo por razón de ningún delito que hayan fecho ni cometido hasta el día de la fecha”. Ante la dificultad de encontrar pobladores para América, los reyes recurrieron a los criminales que estaban cumpliendo condena para darles amnistía a cambio de ir a residir a América.
Algunos españoles se quejan de la “Leyenda negra” que las potencias europeas -dominadas por el protestantismo y los judíos- tejieron sobre la España del Siglo de Oro. A este respecto la historia ha puesto las cosas en su sitio. Cabe desear que lo mismo ocurra con la “leyenda negra” que los Conquistadores -los Reyes, la Iglesia, los intelectuales a su servicio- y buena parte de los historiadores modernos han urdido sobre las sociedades precolombinas. Con el objeto de legalizar y justificar la Conquista que llegó a adquirir carácter de genocidio -con la guerra de destrucción “a fuego y sangre”, declarada “justa” no sólo contra los indios que defendían su territorio sino también contra las mujeres y los niños- hubo que recurrir a argumentos capaces de darla por buena y necesaria.
La Conquista fue planificada con las técnicas más eficaces de la guerra, con particular utilización de la guerra psicológica: desprecio del enemigo, tergiversación de su historia, justificación de su aniquilamiento total por necesidad superior irrenunciable. Cortés destruyó las siete octavas partes de la ciudad durante los combates. Fue una destrucción planificada, acordada antes de las acciones de guerra. La ciudad debía ser enteramente arrasada.
Seis años después de la toma de la ciudad de México por las huestes católicas de Cortés -en nombre de Carlos V- y sus aliados los tlaxcaltecas, el ejército del mismo Emperador católico, formado por católicos y por luteranos, entró en la Ciudad Santa, el 6 de mayo de 1527, para someterla al mayor pillaje que sufriera Roma a lo largo de su historia. El saco o saqueo de Roma tuvo un siniestro paralelismo con la toma de la ciudad de México. Mal pudieron respetar los templos y los palacios de los aztecas, cuando no lo hicieron con sus hermanos de religión. Saquearon el palacio de los cardenales y embajadores; devastaron las iglesias y conventos (excepto las que eran propiedad de los españoles); arruinaron las casas de los ciudadanos ricos y de lo simples artesanos; arrancaron a las monjas de sus clausuras, las sacaron a la calle y las entregaron a los soldados; las mujeres que se habían refugiado con ellas fueron violadas, y la misma suerte corrieron los niños; los hombres fueron torturados, se les colgó de los pies y bajo su cabeza se encendieron braseros para asarlos lentamente, hasta que se decidieran a confesar dónde guardaban sus joyas, dinero y cosas de valor; se les destrozó el cuerpo a latigazos, se les arrancó la nariz, las orejas y los ojos.
Cuando los soldados del católico Emperador hubieron saqueado las casas, registraron las tumbas para apoderarse de las joyas con las que habían sido enterrados los muertos. Los luteranos se encarnizaron especialmente contra los sepulcros de los Papas; los registraron, sacaron todos los ornamentos y echaron los cadáveres sobre las losas. Abrieron las tumbas donde se decía que estaban enterrados los fundadores del cristianismo San Pedro y San Pablo y desbarataron sus huesos a patadas. Convirtieron la capilla pontifica en establo, las bulas del Papa sirvieron de pesebre a los caballos y se mofaron de todo.
A lo largo de un siglo -lo que tardaron en destruir las sociedades antiguas, con sus ciudades- los conquistadores, apoyados por la Iglesia y los Reyes, declararon la “guerra justa” siempre que encontraban dificultades militares para dominar a la población, y resistencia de los indios a aceptar el Evangelio.
Se les llama Indios a sabiendas de que no lo son. Se les disfraza con nombre falso para esconder su identidad y privarles de sus derechos. La guerra irregular para justiciar la Conquista se inició con el secuestro del nombre de los territorios, y con la invención de un nombre falso para sus habitantes.
Se les denominó indios por la razón estratégica de agrupar a todos los diversos pueblos de aquellos territorios -que tenían su lengua, costumbres y organización social distintas entre sí, y nombres propios- a fin de reducirlos a uno solo, sin identidad, para armar jurídicamente las razones de la Conquista. Y para dar facilidades a los Encomenderos y a los tratantes de esclavos.
Desde el primer encuentro de los españoles con los nativos la Conquista fue de una crueldad extrema, nunca vista por aquellas gentes, a pesar de lo que se ha dicho sobre sus ritos de sacrificios humanos. Los españoles los superaron. Los sacrificios humanos de la religión antigua, o más exactamente de una parte de ella -tan execrable como cualquier otra religión basada en la violencia y en el sacrificio de sus fieles-, pues había otras religiones que no los practicaban, no llevaron a la destrucción de la sociedad antigua.
Los españoles practicaron desde el primer día de la Conquista contra los indios la guerra “a fuego y sangre” que, como se verá, incluía la matanza de indiscriminada de hombres combatientes, de mujeres y de niños, la condena a esclavitud perpetua a los vencidos, el incendio de sus casas, la confiscación de todos sus bienes, y muy especialmente las matanzas públicas de escarmiento.
En el nombre de la Corona y de la Iglesia los españoles destruyeron el mundo antiguo y lo conquistaron para sí mismos. Lo hicieron por la represión física y el terror psicológico que provocaron la muerte de las personas y la quiebra de la mente de los que quedaron vivos. Los templos estaban siendo destruidos cada día e incendiadas las imágenes, los sacerdotes que habían sobrevivido a las grandes matanzas en los templos habían desaparecido, nadie sabía dónde andaban; los señores principales y los caciques habían muerto y los que no, se habían entregado a los conquistadores y les rendían obediencia. Los últimos reyes habían muerto en medio de grandes tormentos. Los macehualli, los pobrecitos, los campesinos, los pescadores, los artesanos, que acostumbraban a rezar al menos cuatro veces al día, vagaban como sombras por los campos. Muchos de ellos descubrieron el negro consuelo del alcoholismo y los que se habían reprimido de tomarlo, por los castigos que imponía la vieja religión, formaron cuadrillas de borrachos que se olvidaron de volver a su casa.
A pesar de los esfuerzos que se realizan para reconstruir una imagen cercana a lo que fueron las sociedades precolombinas antes de su destrucción por los conquistadores, los resultados obtenidos llenan de frustración a las mentes más inquietas. Se sabe muy poco de ellas. El daño que se les hizo fue prácticamente irreparable, pues en la voluntad de los conquistadores existió el propósito de destruir por completo los sistemas sociales de las naciones conquistadas, de forma que no quedara recuerdo ni huella de su historia, de sus creencias y de sus realizaciones históricas. No puede haber un juicio definitivo y cerrado sobre estas culturas, ni sobre la significación de su arte y de su simbolismo, por varias razones:
1) Existieron algunas culturas anteriores a las que conocemos que desaparecieron, tras haber escondido sus manifestaciones culturales y quedar sepultadas sus ciudades bajo toneladas de piedras y de adobes. Este ocultamiento fue voluntario, aunque desconocemos sus causas.
2) Poco antes de que llegaran los españoles, los diversos pueblos mesoamericanos empezaron a ocultar sus antiguallas para
preservarlas de la profanación y de la destrucción.
3) Por diversas razones los españoles emprendieron la destrucción sistemática de las culturas antiguas: templos, palacios, casas, estatuas, códices y continuaron haciéndolo durante los siglos que duró la Colonia. Zumárraga, primer obispo de México, dice Clavijero, testifica que sus religiosos en ocho años habían desbaratado más de 20.000 ídolos; pero no hay duda de que en la sola capital excedían mucho de ese número. A la destrucción de templos y de imágenes siguió la de pinturas y códices.
4) La mayoría de los relatos y de la interpretación de los códices y de los calendarios, así como todo el cuerpo religioso, doctrinal, de costumbres, procede de la rendición incondicional de los informantes. Con la conquista y la represión fue liquidada prácticamente
toda la casta sacerdotal dedicada a fijar la historia de su pueblo. Los primeros informantes, incluidos los de Sahagún, pertenecían a un segundo o tercer nivel en la escala de conocimientos. Las condiciones psicológicas de los informantes, de terror al haber contemplado
la completa destrucción física de su sociedad, no eran las mejores para comunicar libre, voluntariamente
y de buen grado informaciones sobre su organización social, historia y costumbres.
5) La dificultad de manejar los diversos idiomas de los pueblos vencidos fue un obstáculo para la correcta transcripción de las informaciones.
La incapacidad para entender el mundo destruido procede no sólo de la devastación de la sociedad antigua, sino también del embrollo que sobre la misma hicieron los primeros frailes que, con el pretexto de “recoger sus antiguallas”, contaminaron con sus criterios selectivos el material obtenido, en condiciones más que dudosas de objetividad, de sus informantes. Los vencedores no sólo escribieron la historia, sino que crearon el curioso postulado de que el vencido nunca tiene razón, que era un pueblo en decadencia y que lo mejor que pudo ocurrirle fue ser conquistado por otro más vital. La historia que han aprendido todos los niños en Occidente enfatiza la virtud de los pueblos conquistadores y Occidente es el resultado de esos pueblos vencedores.
Casi todo lo que se ha dicho sobre las sociedades precolombinas es falso o está contaminado para justificar el genocidio de su población y de sus culturas. El continente americano en la época de la llegada de los invasores europeos estaba más poblado que el europeo. Los cálculos sobre la población en México oscilan entre 12 y 25 millones de hombres y mujeres de población india, que en dos siglos y medio quedaron reducidos a 3 millones.
Jacques Soustelle dice que la población de Tenochtitlan “era superior a 500.000 personas”, más grande que cualquier de las más grandes ciudades europeas de la época. La ciudad de México no ha sido superada aún por ninguna otra ciudad del mundo en número de habitantes. En la época de la conquista estaba compuesta por 16 pequeños pueblos, que hoy son las Delegaciones del DF. Estos pueblos servían para regular el incremento de la población de forma que de allí salían las personas que se necesitaban para poblar otros lugares.
Aunque se discute sobre el número de indios muertos como consecuencia de la invasión, la mayoría de los historiadores están de acuerdo en que más de la mitad de la población desapareció en los veinte años siguientes a la llegada de los europeos. Durante el siglo XVI continuó produciéndose una gran mortandad por numerosas causas. Las más importantes fueron las epidemias provocadas por los virus y bacterias aportadas por los visitantes : viruela, sarampión y tifus.
La destrucción del mundo tradicional ocasionó muchas muertes en forma de alzamientos y rebeliones sangrientamente reprimidos, ejecuciones, suicidios, infanticidios, abortos.
Barón Castro, en su libro “La Población de El Salvador”, asienta que en 1524 la población indígena era de 130.000 habitantes y que para 1551 ésta se había reducido ya a 60.000.
Los primeros relatos de los conquistadores muestran involuntariamente su asombro por el desarrollo político y técnico de aquellas sociedades, regidas por el derecho natural plasmado en regulaciones de gran perfección para administrarse en tiempos de paz y de guerra; respetaban los tratados, tenían una diplomacia sofisticada y la Administración de Imperio funcionaba como una eficaz maquinaria cuyos efectos llegaban a las poblaciones más distantes; el sistema de comunicaciones y transportes era eficiente y rápido. Había sistema de propiedad pública y privada; la agricultura estaba desarrollada para alimentar a una densidad de población por kilómetro cuadrado superior a la de Europa; el comercio estaba muy extendido por todo el territorio, con multitud de puestos de venta de productos y de intercambios; el desarrollo urbanístico había logrado configurar ciudades amplias, con espacios públicos para los grandes templos, los palacios de las clases altas, los edificios públicos y los centros de enseñanza; había complejos sistemas de infraestructuras hidráulicas para llevar agua a las ciudades, a las fuentes públicas y a los parques destinados al pasatiempo de los habitantes; la educación superior estaba destinada a conservar la historia de la nación, a la preparación técnica para la administración del Estado, al conocimiento de la Astronomía, y de la Medicina, que estaban muy desarrolladas.
Dice Flores y Troncoso que el ejercicio de la medicina entre los aztecas estaba dividido en varias profesiones. Había médicos, cirujanos, sangradores, boticarios y parteras. “Buscando sin duda en la división del ejercicio de la Medicina la perfección de cada uno de sus ramos, algunas de ellas llegaron a abarcar todos los conocimientos de las demás”. Y Sahagún dice que “los médicos tenían grandes conocimientos de los vegetales, debían sangrar, sobaban, reducían las luxaciones y las fracturas, sajaban y curaban las llagas, la gota, y en las oftalmías cortaban las carnosidades”. Los historiadores testigos de aquella época afirman que la cirugía ejercida por los mexicanos estaba muy adelantada, y el mismo Cortés se benefició de ella, cuando habiendo recibido una grave herida en la cabeza, en la batalla de Otompan, al entrar a Tlaxcala, “fueron convocados los cirujanos indios para que se encargaran de la curación del conquistador”.
El tradicional conocimiento que los mexicanos tenían de las virtudes de las plantas causó admiración en la época de la conquista, y en la actualidad sigue siendo un ejemplo a imitar. “Casi todos sus males curan con yerbas”, decía asombrado Cortés a Carlos V. Y Clavijero informa que en el mercado de Tlatelolco se veían “todas las drogas y simples medicinales, yerbas, gomas, resinas y tierras minerales, y los medicamentos preparados ya por los médicos, como bebidas, confecciones, aceites, emplastos, ungüentos”.
Las mujeres médicas y las hechiceras, tan desprestigiadas por la Iglesia católica, eran buenas conocedoras de las propiedades de hierbas, raíces, árboles, piedras “y no ignoraban muchos secretos de la medicina”. Sahagún en el “Códice Florentino” t.III, libro 10, fol 38 dice “La que es buena médica sabe bien curar a los enfermos, y por el beneficio que les hace casi vuélvelos de muerte a vida, haciéndoles mejorar o convalecer con las curas que hace”.
Lo mejor de todo aquello fue destruido por los Católicos que creían obra del Diablo los adelantos de aquella sociedad que iban a liquidar. La parte más oscura de la Conquista es precisamente aquella que pasa por ser la más altruista y generosa. Los frailes fueron el instrumento sine quo non de la Conquista: ellos sostuvieron el ánimo de los soldados, alentaron y ejecutaron la destrucción sistemática de la sociedad indígena, cortaron e interrumpieron los movimientos de sedición y las disensiones que afloraron en la primera comunidad de conquistadores, se adelantaron a descubrir nuevos territorios, los sometieron al poder de la Corona y del Papado y durante los siguientes siglos dieron validez jurídica a la destrucción de la sociedad indígena. Las Órdenes religiosas recibieron el poder de administrar territorios a los que convirtieron en Provincias propias. Recibieron en encomienda las almas de los nativos. Tuvieron plena libertad para moverse. Fueron los frailes de la guerra.
La enseñanza de la doctrina cristiana se impone obligatoriamente. Se ordena a todos los gobernadores de indios que en los días festivos llamen por la mañana muy temprano a los vecinos de sus pueblos y los lleven a la iglesia en procesión con la cruz delante, rezando oraciones, para que asistan a la misa y sean instruidos por su párroco o ministro en los rudimentos de la Ley Evangélica. El dominico Tomás Ortiz presentaba su escrito: “Estas son las propiedades de los indios por donde no merecen libertades”.
Después de enumerar lo que él cree vicios de los indios, termina su alegato: “en fin, digo que nunca creó Dios tan cocida gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o policía”. Hasta 1512 se decía en la Española que los indios eran “perros cochinos”. En la Introducción de las Leyes de Burgos de 1512 se explica la necesidad de alguna reglamentación de la vida de los indios, porque la larga experiencia había demostrado que “de su natural son inclinados a la ociosidad y malos vicios”.
Esta afirmación escandalizará y aún irritará a los lectores acostumbrados a pensar que los primeros frailes acompañantes de los conquistadores no hicieron otra cosa que suavizar los horrores de la guerra y defender a los indios de la ambición y la violencia de los soldados. Esto es verdad en parte, como también fue verdad a medias que las Leyes de Indias se hicieron para defender a los indígenas de la rapiña de los encomenderos.
Las verdades a medias no impiden afirmar que los indios no habrían necesitado defensa alguna si no hubieran sido invadidos sus territorios por potencias extranjeras, que lo hicieron para apoderarse inmediatamente de las riquezas más importantes y movibles, como el oro y la plata, de que tanto necesitaban la Corona española y los Papas para sostener sus guerras de expansión en Europa- guerras de religión- y en el mundo.
La mayoría de los templos cristianos y casi todos los conventos de órdenes religiosas se erigieron sobre la ruina de los templos de la religión antigua y sobre los terrenos incautados a los indios. Allí permanecen como testimonios demasiado elocuentes de la rapiña y de la usurpación.
Para quien quiera verlos, los hechos demuestran que la evangelización entonces, como la Globalización moderna, no tenía por objetivo llevar el bienestar a todas las regiones del Globo sino imponer las condiciones de los grandes grupos económicos y de poder asentados en Occidente. Si la evangelización y Globalización fueran verdaderamente humanistas y religiosas se ocuparían de aliviar la suerte de los pobres, de eliminar el hambre, de extender la cultura y la sanidad y de crear infraestructuras de comunicación y obras públicas, en lugar de saquear los países, destruir su cultura y sus creencias, imponerles sistemas de gobierno y controlar su economía.
Ya es ocioso repetirlo. No hubo Encuentro de Dos Culturas, sino destrucción de la una a manos de la otra. En México, en América Central y en los Andes se libró el principal choque de la civilización occidental con la precolombina. En primer lugar hubo la conquista militar y religiosa que provocó la destrucción sistemática de la cultura india. La siguió la conquista espiritual y por último, la conquista intelectual. Los defensores del Encuentro, como José Ignacio Vasconcelos, no tienen más remedio que admitir que hubo destrucción, y que ésta fue principalmente obra de la Iglesia católica, aunque la justifican por su “labor civilizadora”. Retengamos que para los que pregonan el Encuentro, la cultura india era algo absolutamente despreciable, en todos los sentidos. Con la mayor desvergüenza afirman que ni siquiera debería haber sobrevivido lo que se salvó: “Ante el empuje castellano no quedaría de lo autóctono más que las manifestaciones del bajo pueblo, folklóricas y pintorescas” (J.I, Vasconcelos). Bien muerto, lo que se mató:
“El triunfo español, aplastante y definitivo como lo fue, no se debió exclusivamente a las armas de fuego, a los caballos, a las armaduras, espadas y ballestas o al buen uso de las mismas por parte de los conquistadores. Se requirió de la cristianización de la masa indígena para consolidar la Conquista, existiendo una coordinación admirable entre ambas acciones, especialmente en el sometimiento del territorio dominado por aztecas, donde Hernán Cortés es punta de lanza de la acción cristianizadora, comprometiendo una y otra vez, el éxito de la Conquista, al destruir adoratorios, romper ídolos y sustituirlos por la Cruz. Además de haber sido él quien soliciatara al rey el envío de los franciscanos, a los que recibe de hinojos” (J.I. Vasconcelos, “Excelsior”, 4.7.92)
La Conquista de América fue una mala política que acabaría por destruir a los propios españoles, obligados a refugiarse después en las mentiras históricas para amparar su latrocinio y su presencia en aquellas tierras. La Reina católica recordó el objetivo prioritario de convertir las Indias “a la verdadera fe” . Las consecuencias de esa determinación serían funestas para España, pues con el pretexto de la conversión de los indios al cristianismo se justificaba el saqueo del continente, y trasladado a la política española, la “unidad en la misma fe” justificaría la política real y papal de asegurarse el dominio sobre los bienes, haberes, los cuerpos y las almas, de los súbditos españoles.
La Conquista de América sirvió para armar el mundo unipolar de Occidente, cristianizado -o mejor dicho, hecho católico- a la fuerza desde la caída del Imperio Romano, en contra del Islam, que estaba apoderándose peligrosamente de amplias regiones del Mundo; en contra de los judíos que controlaban el comercio y las finanzas internacionales, y en contra de los disidentes que exigían la libertad de conciencia y la libertad de religión, lo que significaba un claro peligro para la Corona y la Tiara.
Del choque de un cúmulo de intereses y de razones de Estado y de Religión –contrarias al Espíritu del Evangelio y al derecho natural de las gentes- surgió la necesidad de la Conquista, aunque significara la Destrucción del Mundo.
No fueron muchos los españoles que participaron en la Conquista, ni muchos más los pobladores que vinieron después. Los primeros llegaron como tropa voluntaria, pagándose sus armas y su equipo de marcha, enrolados por los capitanes y cabos que invirtieron de su bolsillo para la aventura. Les movía el saqueo y el botín de guerra, y luego se quedaron para beneficiarse del reparto de tierras y de indios que trabajaban para ellos en régimen de esclavitud, si habían sido hechos prisioneros en guerra, o de servidumbre temporal.
La mayoría se estableció definitivamente en la Nueva España, creó familias, tuvieron hijos y gozaron de una prosperidad creciente, porque no hay nada que produzca más riqueza que la apropiación del trabajo de los demás, la especulación y el comercio desigual. Disfrutaban de comodidades y ventajas en las que jamás habían soñado.
Tenían a su disposición los indios que trabajaban para ellos y les entregaban a sus hijas y mujeres para la servidumbre. Como su fortuna y su comodidad dependían de exprimir a los indios, los consideraron siempre como una clase inferior, que debería mantenerse en el escalón más bajo, y una raza menor condenada “por la naturaleza” a servir a la raza superior, que eran los españoles. Se consideraban a sí mismos superiores porque era la forma de mantener la relación de explotación social que les convenía.
En el mejor de los casos, como los indios eran gente de cualidades morales superiores, los trataban, y siguen haciéndolo, como a familiares “de segunda”, a los que se recibe en la cocina pero no en el salón, y se ensalzan sus bondades y habilidades, como se hace con los disminuidos psíquicos.
La superioridad moral de los indios se demuestra por su trato, la elegancia de su idioma con giros de respeto al interlocutor, el cuidado y cariño a los hijitos, a los que educan de la manera más tierna y respetuosa, y a los ancianos, cuya experiencia y sabiduría se les reconoce para beneficio de la comunidad; por la religiosidad extrema en el respeto a la naturaleza, a las entidades espirituales que les protegen en todos los asuntos de la vida; por el recuerdo de los antepasados; por la rectitud de vida para no molestar a los demás, y por la confianza que tienen en la Madre naturaleza de la que proceden por la misteriosa intervención de Dios al que llaman con nombres tan innumerables como sus atributos. Los frailes los hicieron pasar por paganos, despreciando las cualidades de los “indios”, y una vez admitido que lo eran, que eran infieles y bárbaros, hicieron imposible el diálogo y la confianza entre iguales porque ellos, los teólogos y los conquistadores, los hicieron desiguales para justificar la conquista.
Los españoles lo perciben, pero no quieren entrar en ese mundo de los indios porque de hacerlo se quebraría tanto el concepto que tienen de sí mismos como la estabilidad social que los mantiene en el disfrute de sus privilegios.
La Corona trató de defender a los indios porque las noticias que llegaban de América dibujaban un panorama desolador. Los Reyes Católicos quisieron reparar los daños causados por la conquista y limitar el poder de los de los conquistadores. Carlos V acabó con la anarquía de los capitanes de conquista, pero no pudo imponer la legalidad porque el sistema había nacido de la ilegalidad, y no es posible borrar las consecuencias de unas causas que no se podían modificar.
En la mente del Emperador una cosa fue la Conquista con sus leyes de guerra, en beneficio de la Corona y del Papado, y otra muy distinta que los Encomenderos y los conquistadores en busca de nuevos territorios consideraran a los indios propiedad exclusiva suya.
Se prohibió a los encomenderos tener casa propia en las tierras cuyas rentas percibían; pasar más de un día en la casa de sus vasallos y no autorizar a sus parientes a que permanecieran en ellas ni un solo instante. Se promulgaron leyes que eximían a los indios ser portadores de viajeros en los caminos difíciles y peligrosos -los llevaba a la espalda, como mulas de carga-, tejer los trajes talares y ayudar a los negros y mulatos en sus trabajos. De ahí surgió la primera enemistad de los encomenderos, nacidos ya en tierra americana, contra la Corona. No pudieron enemistarse con la Iglesia porque dependían de los frailes para el usufructo de los privilegios, y los frailes les hacían pagar para tener la conciencia tranquila.
A medida que aumentaba su fortuna los conquistadores de segundo escalón imitaban el ejemplo de los ricos españoles que habían sido hasta entonces sus jefes: se volvieron déspotas, se enfrentaron los unos a los otros, descuidaron la educación y el desarrollo de las ciencias y de las artes.
El origen remoto de los males actuales en América está en la Conquista, pero, una vez admitida esta causa, habrá que buscar en los administradores locales de la Corona, y en los nacidos ya en aquellas tierras, los vicios especiales que siguen vigentes en aquellos territorios. La Corona había establecido una administración burocrática adecuada. El continente se dividió en Virreinatos, en Capitanías Generales subdivididas en Intendencias, en Provincias, Corregimientos, Alcaldías Mayores, Encomiendas y Misiones, que crearon una enmarañada red de burócratas y funcionarios. El régimen municipal se mudó en una oligarquía tiránica. Los auditores se convirtieron en opresores olvidando su misión de defender a los oprimidos. Los virreyes se dedicaron a velar por su fortuna e incrementarla.
Los que volvieron a España ricos a costa de haberse apropiado de las riquezas ajenas y del trabajo esclavo engrosaron la casta de los antiguos privilegiados -nobles, grandes de España, terratenientes- cuya fortuna procedía igualmente de la Conquista de las tierras y ciudades arrebatadas a los moros y a los judíos. Estos últimos, que debieron salir precipitadamente de España por orden de la Corona, tuvieron que malvender sus bienes inmuebles, tierras y casa, a sus vecinos cristianos que los compraron a precio de “lo tomas o le dejas”.
La Inquisición seguía haciendo estragos físicos y morales. Su principal objetivo es el menos conocido: apropiarse de los bienes confiscados a los que se perseguía bajo acusación, casi siempre tan falsa como interesada, de herejía y de practicar a escondidas la religión judía. De los bienes confiscados se beneficiaron los Inquisidores generales, los funcionarios del Tribunal, las órdenes religiosas, la Corona, los denunciantes falsos y los que utilizaron al Tribunal para ajustar cuentas con sus rivales.
Una vasta clase social de parásitos formada por decenas de miles de frailes, monjas, funcionarios de la Inquisición, burócratas y funcionarios reales que volvían de América, servidores de la Corona, administradores, mayordomos y agentes de la nobleza, correveidiles, delatores de oficio y chismosos, sacristanes, torneros, escribanos, abogados, matasanos y contrabandistas de todo género, traficantes de esclavos y encubridores de prostitutas- que pululaban a millares, siendo quizás la clase más numerosa del mismo oficio- vivía de lo que llegaba a las arcas reales en forma de impuestos, alcabalas, quintos y diezmos, sobre el oro, la plata, el tráfico de esclavos, el comercio y las rentas de la tierra, extraídos de América y de las ciudades conquistadas en Europa. Naturalmente, procedía también de la economía española incapaz de acumular capital para nuevas inversiones en equipos productivos y en infraestructuras.
En España las profesiones que habían florecido en los dos últimos siglos -artesanos, mercaderes y pescadores-, estaban arruinadas porque no pudieron competir en un mercado distorsionado por la economía especulativa, no productiva, de la Conquista de América, y de las guerras en Europa desatadas por los intereses particulares de la Corona y de sus alianzas intermitentes con los Papas.
Por responsabilidad de la Corona, España se vio envuelta en guerras no deseadas con Portugal y sobre todo con Francia, que muchas veces se convirtieron en guerras civiles, y darían origen al periodo de revoluciones y contra revoluciones del siglo XIX que desembocarían en el gran holocausto de los sacrificios humanos en la guerra civil de 1936-1939.
La prueba de que España no se ha curado de su enfermedad mental e histórica es la pervivencia de mitos como el “Descubrimiento” de América y la superchería de hacer pasar la Conquista como Encuentro de Dos Culturas. Es el pecado de origen de la sociedad moderna española: desconocer el propio pasado, mantener los mitos y negarse a ser definitivamente libres, pues nada hay que aterrorice más a los sumisos que descubrir que sus amos no merecen respeto alguno.